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Colectivo Tercerunquinto - 16mts2 para cultivo - 2002 (fragmento) |
Tráfico Este artículo no pretende
más que convertirse en un abrebocas para una discusión más detenida
sobre las múltiples posibilidades que bullen en el arte contemporáneo.
Aunque me muevo en ambos campos del título de este artículo,
debo abrir el abanico de mis cartas sobre la mesa: no creo en
la exaltación de modelos “trans”, “multi”, “pos”, o “inter”
disciplinarios para las ciencias sociales, ni tampoco para el
arte. Abogo, sí, por prácticas de tráfico entre los
distintos terrenos, pero solamente donde esté bien delineado
cada ámbito y entendiendo al propio “tráfico” como a una actividad
sui generis. Caso contrario, la consecuencia más recurrente
en el campo artístico –salvo honrosas excepciones– es la emisión
periódica de obras o intervenciones aderezadas con folklorismos
sobre la identidad cultural y/o apuntes de pensamiento social.
En el terreno antropológico, donde se ha tendido hacia la experimentación
textual con la finalidad de desestabilizar los códigos disciplinarios
como efecto de la crítica posmodernas a la representación etnográfica
en los noventas, sólo recientemente, sin embargo, se ha empezado
a articular una reflexión más sistemática y dialógica sobre
los flujos posibles.
[2]
Tomando los estudios sobre la economía de las drogas ilícitas como referente metodólogico, la noción de “tráfico” me permite aludir metafóricamente a cuatro aspectos cruciales del cruce de fronteras entre antropología y arte contemporáneo: primero, ella refiere al hecho de transportar o movilizar bienes –en este caso, simbólicos, esto es, básicamente, ideas, conceptos, preguntas y métodos, pero también estrategias de apropiación y recontextualización pertinentes tanto a la etnografía como al arte contemporáneo– de uno hacia otro; y segundo, al carácter “contaminante” que tales bienes pueden eventualmente tener cuando aparecen circulando en contextos tales como el académico, y el de las artes visuales, provocando por ello estrategias defensivas y de delimitación de las fronteras que reiteran sospechas y separaciones entre unos y otras. Tercero, la connotación ilícita que se añade a la noción de “tráfico” funciona para dar cuenta del carácter conflictivo, problemático y hasta subterráneo de las negociaciones que tienen lugar en el día a día del diálogo entre distintos saberes y conocimientos sancionados académicamente como disciplinas. Negociaciones y diálogo que obedecen a un “set” de microprácticas propio a cada uno de ellos. Por último, la calidad de traficante supone la incorporación de un cierto capital simbólico, solamente posible por el dominio de los códigos de la ilegalidad. Con las consideraciones anotadas, “tráfico”, en definitiva, denota la transportación de un corazón/paquete de ideas disciplinadas dentro de un campo teórico a otro, con la posibilidad de hacerlas pasar como propias en ambos campamentos. Por disciplina académica entiendo al agregado de categorías intelectuales, que una vez autorizadas, promovidas y popularizadas dentro de estructuras institucionales, tienden a la producción, reproducción y transformación de saberes, tradiciones y adiestramientos en determinadas teorías y métodos. [3] Escribiendo desde Ecuador, actualmente una postura que se expresa en la oferta académica es aquella que valora las bondades de los cruces disciplinarios. Programas académicos en “asuntos indígenas”, “estudios culturales”, “de género”, o “de la juventud” son algunos ejemplos de una tendencia que empezara en los noventas. Es un hecho significativo que los programas de estudios de arte a nivel superior han carecido tradicionalmente de una apertura curricular a disciplinas del saber social. En consecuencia, la emergente escena de arte contemporáneo se caracteriza por cobijar “un cierto tufillo social” que encubre exploraciones que son de orden más bien puntual, citas de pie de página que los artistas hacen a las grandes temáticas sociológicas –sean éstas la migración, el espacio urbano, las identidades mestizas/indígenas/afros, el sistema político o las intervenciones reflexivas sobre el propio campo del arte. Excepcionalmente, sin embargo, el tráfico entre arte contemporáneo e inquietudes antropológicas ha empezado a articularse bajo ejes temáticos que han sido casi que forzados como objeto de intervención o reflexión al impactar profundamente la condición ciudadana, siendo éste el caso de una red de, en su mayoría, noveles artistas que han empezado a trabajar sobre los efectos del proceso de renovación urbana en el caso guayaquileño. Esta tendencia guarda mérito propio si se considera que tal proceso ha tendido a anular la esfera pública en dicha ciudad, privándola de facto de foros críticos sobre el complaciente carácter ciudadano emergente. [4] Este panorama dista de reflejar, sin embargo, al conjunto del arte contemporáneo ecuatoriano. [5] Cruces Una mirada etnográfica
a las prácticas de tráfico entre los diferentes dominios da
cuenta del privilegio de mecanismos de control de acceso para
fortalecer las fronteras disciplinarias. Esto ocurre generalmente
en proyectos o planes académicos concebidos como “trans”, “multi”,
“pos” e “inter”, al igual que en iniciativas desde el arte o
la gestión cultural cuya finalidad declarada es la inserción
del mismo en el tejido social.
Desde mi perspectiva, el intercambio disciplinario es
más la cara pública de un negocio académico y de consecución
de recursos en el campo del arte antes que un ejercicio coherente
y sistemático orientado por diálogos sintonizados entre practicantes/
traficantes de diferentes campamentos. En consecuencia, la cara
oculta de un mercado o sistema así constituidos está compuesta
por negociaciones que guardan relación básicamente con el acceso
a redes sociales establecidas dentro de uno u otro campo y de
otras diseñadas para maquillar las disciplinas o los proyectos
y, así, otorgar un toque interdisciplinario y/o contemporáneo
a los mismos. Las iniciativas para establecer un diálogo más
sistemático y orgánico, sin embargo, son excepcionales, ciertamente
desde las ciencias sociales. Desde el arte, en cambio, una iniciativa
exitosa en términos de los reconocimientos públicos, aunque
emergente y de futuro incierto dada la fragilidad política y
precariedad institucional del proyecto, fue la formación del
Instituto Tecnológico de Artes del Ecuador (ITAE) en Guayaquil.
Proyecto gestado en el año 2003 desde artistas con prácticas
contemporáneas: la malla curricular incluye una línea de pensamiento
social y no solamente de historia del arte. Para los estudiantes, todos de pregrado, la
falta de una disciplina académica en el medio se expresa en
deficitarias prácticas de lectura y la relativa ausencia de
criticidad frente a la realidad social. Sin embargo, la conciencia
de la necesidad de una mirada etnográfica, sociológica o histórica
empieza a ser asumida como un componente importante a la hora
de conceptualizar sus proyectos.
[6]
En el campamento de las artes, especialmente en otras latitudes, el papel de los productores/empresarios compite con el de los propios curadores y donde el levantamiento de fondos corporativos torna gradualmente al desarrollo de intervenciones, proyectos conceptuales e ideas artísticas en actividades subsidiarias. [7] Mi posición respecto
de la dinámica bajo la que opera el arte contemporáneo en condiciones
de precariedad institucional, por supuesto, dista de hacer eco
del código clave de las eventuales discusiones públicas sobre
el arte contemporáneo en Ecuador –aquella que ve las cosas bajo
la óptica simplista de la hegemonía de un discurso importado
en desmedro de la “diversidad” y la “tradición” del medio. Fuera
de los esencialismos y de las xenófobas discusiones que han
caracterizado buena parte de tales debates, por lo menos para
el caso guayaquileño en el que el proyecto de la institución
de arte contemporáneo más ambiciosa del país –el Museo de Antropología
y de Arte Contemporáneo, MAAC– fuera abruptamente frustrado
hacia fines de 2003 por haber sido dirigido por personas no
nacidas en el medio, interesa la forma en que ciertas ideas
de un campo u otro son apropiadas y circuladas al interior de
círculos establecidos en una u otra disciplina.
[8]
El análisis que propongo en este artículo está basado en observaciones desarrolladas durante el tránsito por tres campos de experiencia secuencial o paralela en los que me he desenvuelto en los últimos años: la antropología, la gestión cultural, y el arte contemporáneo. En ellos he ocupado distintas posiciones: investigador y profesor en el primer campo, consultor en antropología y políticas culturales en el segundo, e interlocutor, practicante y artista (aunque marginalmente) en el tercero. Si bien estas facetas aparecieron inicialmente de forma desarticulada, cada pieza del rompecabezas fue calzando no de manera arbitraria sino gracias al hecho de su inserción en contextos institucionales más amplios que, a su vez, se hallan sometidos a transformaciones que obedecen a demandas de interdisciplinariedad. Estas últimas justifican el ejercicio y la lectura particular que propongo para reflexionar sobre las relaciones sociales cambiantes en cada uno de estos ámbitos en Ecuador a principios del siglo XXI. Por motivos de espacio, me concentraré aquí en el primero de ellos. Mirada
Esta disciplina ha sido,
para bien y para mal, la más exótica entre las ciencias sociales
por razones que la han vuelto deleznable a los sospechosos ojos
de las tiendas “trans”. La
primera razón se halla, por supuesto, en su histórica búsqueda
de lo “exótico”, o sea por su atención a los aspectos distintivos
de las sociedades nativas o no occidentales como producto de
su asociación con los poderes coloniales. La segunda, por la
ilusión de empatía con esos Otros que fuera recreada por los/las
antropológos/as sea a nivel metodológico, dependiendo del grado
de inmersión en el trabajo de campo entre comunidades nativas
o por las pretensiones realistas por retratar el carácter de
la otredad. La tercera: los/las etnógrafos/as construyeron tradicionalmente
su autoridad en estilos de escritura que reclamaban sentidos
de posesión o apropiación simbólica del conocimiento sobre sus
objetos de estudio. La cuarta es la afición folklórica de los
propios antropólogos para incorporar fragmentos del Otro en
su propio performance público, hecho no menos importante al
nivel de los estándares prácticos de la producción y la reproducción
de sentidos de autoridad en las ciencias sociales que dependen
ampliamente de rituales socializadores tales como conferencias
y congresos, y el resto de ocasiones, en las cuales los practicantes
aprovechan para proyectar su competencia sobre poblaciones determinadas,
mostrar sus sentidos de etiqueta, y certificar su afiliación
a las filas de un mundo políticamente correcto.
[9]
En un medio andeanista
caracterizado precisamente por la devoción hacia temas relacionados
con los mundos indígenas y de montaña, y a privilegiar la ecuación
identidad cultural-etnia, solamente las consecuencias más obvias,
visibles y risibles son aquellas que terminan produciendo antropólogos
más “otros” que los propios Otros o, para parafrasear a –quizás
la ironía más elaborada que se haya formulado sobre la antropología
posmoderna– profesionales que empiezan “buscando a los Otros
y terminan encontrándose a sí mismos”.
[10]
Resta señalar, como bien lo han notado académicos
provenientes de la propia historia del arte, que los esencialismos
siempre han servido para cultivar públicos complacientes e ignorantes
en el mundo establecido del arte.
[11]
En la práctica, en Ecuador muchos iniciados fuimos descentrados por las repeticiones del andeanismo e impulsados por el rigor de la mirada etnográfica a buscar “ensamblajes o puñados relacionales”, para utilizar las metáforas de James Clifford o de Eric Wolf, en fragmentos e interconexiones entre detalles e historias sobre los que todavía no se habían articulado teorías y formado escuelas, donde el cruce de la oralidad y de materiales textuales, auditivos y visuales coexistía con referencias más sociológicas, literarias e históricas sobre el carácter urbano. Este descentramiento –un ejercicio que continúa partiendo prácticamente de cero por la ausencia de un saber sistemático acumulado a falta de, en sentido estricto, un corpus de conocimiento desde la antropología urbana para el caso ecuatoriano– demandaba el préstamo de categorías teóricas establecidas para intentar ordenar aquellos fragmentos y trazar sus relaciones. Y también la atención a paisajes de visualidad que fueran leídas por sociedades e informantes no necesariamente desde criterios estéticos establecidos por la historia del arte –cuyo paradigma principal continúa siendo el desarrollo de lo visual en Occidente, con su encarnación más reciente en el arte contemporáneo–, sino desde prácticas de consumo y sentidos de “identidad”, “distinción” y “gusto” que constituyen tanto un ejercicio de delimitación de fronteras como también de comunalidades internas entre sujetos y comunidades. El
descentramiento al que me he referido no fue un proceso peculiar
a la antropología sino a un sentido de reflexividad y renovada
atención al problema de la representación de la otredad resultante
del posmodernismo. James Clifford –cuya crítica etnográfica
fuera recogida inmediatamente por practicantes de varias disciplinas,
incluidos historiadores del arte y de estudios culturales tornándolo
muchas veces en la única referencia que engrosaría el repertorio
antropológico de estos últimos- señala que “la ‘etnografía’
que emergió en algunas disciplinas en los ochentas (…) refleja
un impulso por observar el sentido común, las prácticas cotidianas
–con un sentido de atención crítica y autocrítica, con una curiosidad
acerca de lo particular y una apertura a ser descentrado mediante
los actos de traducción”.
[12]
Por “traducción” Clifford entiende al traslado
de miradas entre diferentes voces, campos y órdenes de cosas,
y, por “descentramiento” al efecto resultante de la confrontación
de varios sistemas de representación y relaciones de poder.
De hecho, un ejercicio etnográfico de este tipo parte
de la constitución de un espacio de representaciones, “una cultura
pública contestada”, caracterizada por dinámicas de negociación,
traducción y apropiación, y, dada la profusión de voces situadas,
por ser heteróglota. Con estas influencias, las preguntas antropológicas se dirigieron hacia la producción, la distribución y el consumo de imágenes, osea hacia la exploración de “la vida social de las cosas”, de “economías visuales” y “comunidades interpretativas” que atendieran adicionalmente a la historia vernácula y simultáneamente translocal o global de los mismos. [13] Desde esta perspectiva, el arte es visto bajo la mirada antropológica en minúsculas, esto es como parte de un puñado de interconexiones que se establecen entre diferentes esferas sociales mediante el uso de distintos medios y tecnologías. Esta precisión es pertinente independientemente de si se refiere a sociedades “tradicionales” –entre las cuales las nociones de “arte” se hallan mayormente imbricadas con otras prácticas- o a sociedades típicamente occidentales –entre las cuales, el “arte” es parte de un campo enteramente diferenciado. Por supuesto, la división entre “nativo” y “occidental” sirve para efectos didácticos solamente, resta precisar el envolvimiento que históricamente ha constituido a ambos mundos y las dinámicas resultantes de la profundización de tales relaciones de dependencia en el capitalismo tardío. [14] En este contexto, la antropología tiende a tratar a distintas formas de “arte” en atención a la vida social que los objetos (incluyendo imágenes materializadas) adquieren en su circulación social y los significados que le son adscritos históricamente dentro de ella antes que atender, meramente, a sus términos estéticos y de circulación dentro del sistema del arte, por caprichosa la forma que éste tome como en el caso ecuatoriano. Espacio
La
apertura del arte contemporáneo, con su mayor interés en procesos
sociales antes que la obra per se, y por su inclinación hacia trascender los circuitos regulares
de realización del trabajo de un artista hacia una concepción
tanto física cuanto simbólica del espacio, ha encontrado en
lo urbano una zona de confluencias con la mirada etnográfica.
En esta sección, aludo puntualmente a la proliferación de proyectos
artísticos que se vienen dando tanto en Ecuador cuanto en Latinoamérica,
y que confluyen, de una u otra manera, con las discusiones aquí
avanzadas. La ciudad del siglo XXI es radicalmente diferente a los ideales modernos que promovieron el modelo urbano tal como lo conocimos inclusive hasta hace pocas décadas atrás. En Quito, como en muchas otras urbes, aquél espacio que fuera pensado para facilitar el encuentro espontáneo entre habitantes diversos se ha convertido en uno gradualmente controlado. Tecnologías de videovigilancia, compañías privadas de seguridad supervisando el devenir cotidiano, garitas con guardias apostados en cada esquina, cerramientos alambrados o electrificados, y ciudadelas amuralladas dan cuenta de las nuevas formas de control sobre un espacio que, de “público” guarda muy poco. Estas condiciones espaciales promueven cierto tipo de interacción social –restringiéndola al controlarla– y escasas posibilidades de debatir sobre el destino adquirido por la ciudad. Bajo el discurso de la seguridad pública, múltiples formas policíacas han sido creadas afectando, directamente, la calidad ciudadana. En el mejor de los casos, el ejercicio policial supervigila los movimientos de los urbanitas detrás de una cámara de “ojo de águila”. En el peor, afecta directamente la circulación y visibilización de sujetos definidos como indeseables: los vendedores ambulantes, los pordioseros, y otras poblaciones consideradas como sospechosas, son el mejor ejemplo. Quito forma parte de una tendencia global que tiene,
sin embargo, manifestaciones comunes en Latinoamérica. A falta
de una discusión sostenida sobre el devenir de la ciudad, en
muchos contextos han sido formas de arte público las que han
promovido efectivamente la reflexión sobre las consecuencias
de las condiciones descritas. En una urbe cuya violencia la ha convertido en
la más peligrosa de la región, San Salvador, el artista visual
Dany Zavaleta ha trabajado en la elaboración de posters con
la consigna de “se busca” para retratar a diversos vendedores
informales. En ellos, se los acusa de vender discos o juguetes
en la calle. En Sao Paulo, máxima metrópolis de Sudamérica,
un colectivo de arquitectos/artistas, Bijari, realiza periódicamente
intervenciones sobre plazas o avenidas para criticar las dinámicas
de la privatización del espacio y sus consecuencias sobre la
vida de la gente común. A veces, una acción tan simple como
soltar a una gallina en una calle en un sector popular y luego
hacer lo mismo en un centro comercial en un barrio pudiente,
es suficientemente revelatorio de la existencia de dos mundos
totalmente fragmentados. Otras veces, instalar sin previo aviso
docenas de monigotes inflables en una plaza da lugar a la liberación
de las energías violenta o lúdica de los ciudadanos. La ilustración
de la conversión de ciertas poblaciones en delincuentes, como
los vendedores ambulantes; y la puesta en evidencia de las dinámicas
de control espacial y subjetivo de los habitantes urbanos son
solamente un par de ejemplos del vigor de formas artísticas
contemporáneas sobre la experiencia urbana en Latinoamérica
(www.estrechodudoso.com, www.bijari.com.br). En Ciudad de México, monstruo urbano por excelencia,
el colectivo Tercerunquinto planteó un proyecto para extender
un pedazo pre-existente de césped sobre una vereda. Los trámites para la realización del mismo dieron
cuenta del surrealismo burocrático que se esconde detrás del
mínimo detalle de un ordenamiento urbano que es visto desde
el poder como infranqueable (http://www.latinart.com/spanish/transcript.cfm?id=89). En San José, en cambio, un muro constituye
la galería de por vida para las incrustaciones, instalaciones
y exhibiciones que viene haciendo desde más de una década atrás
Rolando Castellón en un pedazo de entorno urbano que, si no
fuera por su espontánea mediación, no sería más que otra pared
dilapidada. En Caracas,
Javier Téllez organiza una procesión a través de barriadas populares
de un monumento a un león (animal heráldico de la capital venezolana)
al hombro de cuatro policías disrrumpiendo el día
a día de la ciudad olvidada con el paso y el peso del Estado. A su vez, en diversas ciudades del mundo,
Carolina Caycedo y Antoni Abad trabajan creando conexiones sociales,
aunque bajo métodos opuestos.
La primera sostiene un programa de intercambio de bienes
y servicios entre ella e individuos extraños sin la mediación
de dinero (para ver estas obras de Castellón, Téllez y Caycedo,
www.estrechodudoso.com). El segundo, da lugar a otro tipo de redes sociales brindando la oportunidad
a comunidades que son sistemáticamente invisibilizadas por los
medios masivos para que reflejen sus historias a través de un
canal en internet (www.zexe.net). Finalmente, haciendo
uso de la parafernalia que contamina visualmente el paisaje
urbano con propaganda, Rogelio López Cuenca despliega vallas
publicitarias con mensajes que ironizan las pretensiones turísticas
–las caras visibles– de una u otra ciudad (www.malagana.com). El panorama del arte que se practica sobre el espacio
urbano en Latinoamérica revela la preocupación de sus hacedores
por reflexionar, cuestionar, disrrumpir, ironizar o subvertir
las fachadas públicas de la privatización y el progreso. El
espacio de la ciudad se convierte no solamente en un óleo sobre
el cual estampar una firma, al mejor estilo grafitero, sino
en un objeto, un lugar habitado, un medio y una estrategia para
comentar sobre el tipo de interacciones sociales que establecemos
con el resto de urbanitas y con las condiciones espaciales creadas
por el colapso del espacio público que caracteriza a las ciudades
en el capitalismo tardío. En Cuenca, Fernando Falconí creó postales
ilustrando la pulcritud de las calles que habían sido limpiadas
de cualquier indicio de vagabundeo con motivo de un encuentro
internacional sobre ciudades patrimoniales (perso.gratisweb.com/postalesocpm/).
En Guayaquil, Graciela Guerrero se apropió del reaccionario
lenguaje gráfico de calcomanías para autos que sirven para idealizar
nociones dominantes sobre la familia, las clases sociales y
los lenguajes raciales para, en su lugar, insertar un tiraje
alternativo con imágenes de pobres, negros e indios, representaciones
tradicionalmente excluídas de los discursos oficiales sobre
ciudadanía (http://riorevuelto.blogspot.com)
En Quito, el colectivo Wash ha documentado una serie
de acciones, denominadas apropiadamente como “prácticas suicidas”,
destinadas a comentar el riesgo cotidiano de la violencia añadida
al tráfico urbano en un sistema donde la condición peatonal
se ve constantemente amenazada (www.experimentosculturales.com)
Cuando
subirse en un bus, cruzar una calle, o transitar por un puente
constituyen formas cercanas a un suicidio más que metafórico,
debemos concluir que no estamos enfrascados en el tráfico sino
que somos el tráfico. El arte contemporáneo sobre la ciudad
evidencia precisamente estas dinámicas de la experiencia citadina,
y aventura propuestas que engendran posibilidades de ruptura
sobre los patrones establecidos para el intercambio regular
entre los ciudadanos comunes. De una u otra manera, detrás de
estos proyectos se construye una morfología política distinta
de la ciudad, otros tipos de mapas que contrarían los del turístico
oficial, tan lleno de artificiosas separaciones y murallas.
Una forma, a veces literalmente espacial, otras enteramente
simbólica para evidenciar las capas de historia que han sido
abolidas o mañosamente recreadas, y discernir las que van siendo
gradualmente inventadas por las intervenciones, apropiaciones,
acciones, inserciones, e interacciones promovidas por el arte
contemporáneo. Decía el filósofo alemán Walter Benjamin refiriéndose
a su calidad de urbanita, observador y deambulante: “perderse
en una ciudad, como uno se pierde en un bosque, requiere de
práctica”. Son las prácticas del arte sobre el espacio urbano
las que nos devuelven la posibilidad de encontrar nuevos referentes,
marcas, huellas, memorias para un convivir ciudadano menos prejuiciado,
temeroso, paranoico, fragmentado y turisteado. Es cuestión de
evidenciar, como lo hace un ejército de artistas en la actualidad,
la imagen de ciudad postal creada, y profundizar en la construcción
de una mirada etnográfica para traficar por las urbes.
Esto hace del diálogo (e idealmente del “tráfico”) entre
el arte contemporáneo y la antropología un terreno potencialmente
fructífero para profundizar el ímpetu crítico que, históricamente,
ha constituido a ambos campamentos.
[15]
* Publicado originalmente, con modificaciones,
en Procesos, Núm.
25, 2007, pp. 121-128.
[1]
Profesor Asociado de FLACSO-Ecuador. Trabaja
sobre temas de etnografía, representación visual, ciudad,
drogas, y masculinidad.
Preside Full Dollar, Inc. una empresa de antropología
que trafica en los circuitos del arte contemporáneo, www.experimentosculturales.com
[2]
A la fecha, el aporte más comprehensivo en esta línea es Arnd Schneider y
Christopher Wright (eds.): Contemporary
Art and Anthropology, Berg, Oxford, 2005.
Este volumen problematiza los dos campos a partir de
ensayos académicos clásicos y también desde las artes visuales,
a la vez que incluye discusiones sobre los intercambios entre
los dos términos. Tanto los estudios antropológicos cuanto
los artistas seleccionados se mueven, sin embargo, dentro
del savage slot que ha constituido la tradición etnográfica
con su énfasis en sociedades no-occidentales.
[3]
La definición que avanzo es heredera de las discusiones propuestas por Immanuel
Wallerstein: “Anthropology, Sociology, and
Other Dubious Disciplines”, Current Anthropology
, No. 44, Año 4, 2003, [versión electrónica no numerada].
[4]
Para la primera sistematización al respecto, ver Rodolfo Kronfle Chambers:
“Reflexión y Resistencia: Diálogos del Arte con
[5]
De hecho, exhibiciones realizadas en este mismo año dan cuenta de un abanico
rico de las posibilidades que se comparten con las escenas
de otros lares. La muestra “Arte Contemporáneo en Ecuador”,
curada por Ulises Unda en Quito en Mayo de 2007, por ejemplo,
aglutinó propuestas que iban desde aplicaciones en tercera
dimensión del impulso pictórico en la obra de Juan y Jean
Ormaza, hasta proyectos de inserción social en cárceles, como
el de Raúl Ayala. Más recientemente, la exhibición “El Espacio
y
[6]
Curiosamente, la institución misma fue concebida originalmente como una obra
de arte contemporáneo para un proyecto de inserción en la
esfera pública, por parte del artista Xavier Patiño, iniciativa
que fue acogida inicialmente por la gestión cultural estatal.
Dada la precariedad del medio artístico en Ecuador,
caracterizado por el colapso en el sistema de galerías y el
empantanamiento de las instituciones de gestión cultural estatal,
sin embargo, los estudiantes emprenden proyectos en función
de las convocatorias públicas a salones y festivales, dejando
de lado un trabajo más sistemático, donde se pudiera sopesar
de mejor manera el desarrollo de un tipo de mirada que, partiendo
del arte, se halle seriamente imbuída de los saberes o métodos
de las ciencias sociales.
[7]
Anthony Davies y Simon Ford: “Art
Futures”, en Aleksandra Mir y John Kelsey (comp.) Corporate Mentality: An Archive Documenting the Emergence of Recent Practices
within a Cultural Sphere Occuppied by Both Business and Art, Sternberg Press, Nueva York,
2003. Aunque Davies y Ford tuvieron a la escena artística de Londres como su referente
para una trilogía de artículos dedicados a esta temática,
originalmente publicados en Art
Monthly entre 1998 y 2000, el cruce entre el mundo empresarial
y el arte ha tenido manifestaciones que van más allá del mero
auspicio inclusive, aunque puntualmente, en nuestras latitudes,
tendiendo a posicionar a la producción artística como una
marca tanto como en cualquier otra empresa comercial y/o de
espectáculos e insertando al artista en las prácticas de venta
de imagen y productos, por ejemplo.
Sin embargo, y guardando el sentido de las proporciones,
la mayoría de los artistas operan fuera de auspicio alguno,
destacándose la precariedad del medio, puntuales iniciativas
privadas, y la resistencia de las instituciones del Estado
reservada para el arte contemporáneo (v. Andrade, X. 2007.
Manifiesto Contra el Mecenazgo del Estado. Anaconda
9: 34-39).
[8]
Dicho proyecto museal se inició en 2001 con un equipo profesional multidisciplinario
en antropología y en arte contemporáneo, sus autoridades fueron
cambiadas dos años después haciendo colapsar las políticas
de largo plazo que se habían diseñado desde dentro de la institución. Para una etnografía institucional y el carácter
del debate público sobre el MAAC, v. Andrade, X. 2004, “Burocracia: Museos, Políticas Culturales y
Flexibilización Laboral en Guayaquil.” Iconos 20:
64-72.
[9]
Para una discusión irónica sobre esta última dimensión, v. Barley, Nigel 1989.
El Antropólogo Inocente. Barcelona: Anagrama.
Para una mirada etnográfica a rituales tales como conferencias
internacionales, v. Silverman, Sidel 2002. The
Beast on the Table: Conferencing with Anthropologists.
[10]
Polier, Nichole y William Roseberry 1989, "Tristes
tropos: los antropólogos postmodernos encuentran al otro y
se descubren a sí mismos", Economy and Society 18(2)
[traducción libre, no numerada].
[11]
Álvarez, Lupe et al. 2004. Umbrales del Arte en el Ecuador:
Una Mirada a los Procesos de Nuestra Modernidad Estética.
Guayaquil: MAAC. El máximo referente en producciones basadas
en la articulación identidad/etnia es, para el caso ecuatoriano,
el de Oswaldo Guayasamín. El hecho de que, hasta ahora, sea considerado
como el artista por excelencia sin que siquiera se haya articulado
públicamente una crítica detallada a su obra y a la maquinaria
de su persona pública merece, sin embargo, un comentario adicional
puesto que encuentro en el ejercicio de su consumo y de su
culto una confluencia entre los esencialismos antropológicos
y artísticos que han tenido a una forma de ver la identidad
cultural como dependiente de su filiación a lo étnico visto
como algo estático y genérico.
El único trabajo crítico que conozco sobre el tema
es el de Ordóñez, Angélica 2000. “Carajo, soy un indio! Me llamo Guayasamín”:
[12]
El texto es extraído de una entrevista de Clifford con Alex Coles, en Coles
(ed.): “Siting Ethnography”,.
de-,dis-,ex-, No
4, Black Dog Publishing, London, 2000, [versión electrónica
no numerada]. Traducción del autor.
[13]
Debido a que las obras de “arte” no se mantienen solamente en el contexto
para el cual fueron creadas, como cualquier otra mercancía,
su valor, significación y locación de consumo cambian a través
del tiempo (v. Appadurai, Arjun ed. 1986.
The Social
Life of Things: Commodities in Cultural Perspective.
[14]
Un estudio de antropología económica puede servir como ejemplo de un análisis
etnográfico del sistema arte/artesanía entre sociedades desiguales
(véase Cristopher B. Steiner: African
Art in Transit, Cambridge
UP, Cambridge, 1997 ). Los modelos estéticos y comerciales
resultantes de estos flujos se han dado en llamar, en la jerga
del momento, como “glocal”, un juego de palabras que, por
un lado, obvia el hecho de que la circulación de influencias
ha sido históricamente, a su vez, dependiente de relaciones
desiguales derivadas del hecho colonial, y, por otro, tiende
a coincidir con el tono celebratorio del lenguaje de la “globalización”.
[15]
Para versiones alternativas sobre estas discusiones, desde mi práctica como
traficante en los circuitos del arte contemporáneo, véase
fulldollarenestrechodudoso.blogspot.com; y una reciente
entrevista realizada por Lillebith Fadraga para Latin American Art Newsletter, en http://www.latinart.com/spanish/transcript.
fm?id=90. |
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