Indisciplina crítica (puertorriqueña)

REINIER PÉREZ-HERNÁNDEZ
Ensayista y Editor del Fondo Editorial Casa de las Américas


Por si nos da el tiempo - Portada (fragmento)

 

para Teresa Delgado y a la memoria
de Salvador Redonet.

¿Cómo podría ser posible hablar aestéticamente de lo estético, sin la menor semejanza con la cosa, a menos de caer en banausía y deslizarse a priori fuera de la cosa misma?
Theodor W. Adorno, El ensayo como forma

Confieso que en estas páginas corro el riesgo de caer, de alguna manera, en una ficción. En caso afirmativo, sólo me salva lo que alguna vez leyera: «la ficción es aquella mentira que suena más verdadera que la realidad». Presumir otro tipo de relación entre la crítica literaria y su objeto de estudio –la literatura que aborda– que no se basara exclusivamente en sus operaciones de lectura e interpretación, se me iba haciendo ineludible y me reclamaba un espacio mínimo de mínimas disquisiciones.

Es acerca de una indisciplina [1] sobre lo que hablaré en estas páginas. La indisciplina de la que hablo podría alcanzar varios paradigmas. Pero también podría esconderse en una inasible indefinición o detrás de un término: la poscrítica. O quizá la poscrítica podría ocultar dicha indisciplina. Ahora bien, por el momento no quiero arriesgar definiciones, términos o conceptos, ni construir modelo alguno. Digamos que lo de la indisciplina es una idea –¿una ficción?– concebida a partir de la lectura de textos que, desde su propia escritura, coinciden en plantearse bajo términos de ruptura o, para no usar una palabra tan categórica y cargada como la anterior, bajo términos de una diferencia en relación con una tradición crítico-literaria y una disciplina académica.  

Para llegar a esa indisciplina, consideraré algunos temas de carácter teórico. Pero también un libro, sobre el cual basaré la tesis: Por si nos da el tiempo, del crítico e investigador puertorriqueño Julio Ramos, que apareció en 2002 y tuvo una salida (muy) poco ortodoxa dentro del campo de los estudios literarios. Y más si se tiene en cuenta no sólo el origen académico de su autor, con todo lo que pesa, sino también la producción crítica y ensayística con que él se había dado a conocer antes de los mencionados títulos. 

Cuando Julio Ramos publicó Por si nos da el tiempo, tuvo ecos básicamente “espectaculares” por el cambio formal operado en su escritura (no se puede olvidar la tradición académica y disciplinaria en la que él está insertado como profesor de la Universidad de Berkeley y fundador de los no menos académicos estudios culturales latinoamericanos). Alejandra Laera, en una reseña que publicó el periódico argentino Página/12, irrumpía con estas palabras: “En tiempos en los que el discurso de la crítica literaria está siendo cuestionado desde diversos frentes y cuando por momentos parece estar, en efecto, agotando su capacidad imaginativa, la pregunta está siempre al acecho: ¿qué hay más allá de la crítica? ¿Qué es lo que viene después? ¿Cuál sería la forma de la poscrítica?” [2] Por su parte, Enrique Foffani, para quien este “relato crítico” dejaba ver “el procedimiento que lo sostiene”, escribía un poco antes lo siguiente: “Lejos de repelerse, el encuentro entre ficción y crítica admite un intercambio recíproco pero de ninguna manera simbiótico: sus límites no llegan a la disolución.” [3] Esta recepción de su libro justifica que lo detenga, que lo suspenda e intente explorar algunas vías para comprenderlo. Más allá de ese cuestionamiento al discurso crítico literario que menciona Laera, quiero retener, de ella y de Foffani, dos ideas sobre las que volveré en el transcurso de estás páginas. Me refiero a la forma que pudiera caracterizar a la “poscrítica” y a la relación simbiótica ficción-crítica dentro de un mismo marco textual. 

Por si nos da el tiempo no es más que un punto de inflexión en la escritura de su autor. Y por eso me llama la atención. Después de Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo xix, de 1989, y Paradojas de la letra, de 1996, y de una producción ensayística diseminada a lo largo de diversas publicaciones periódicas académicas y de crítica cultural, la escritura de Por si nos da el tiempo flexiona un código y una disciplina que se desvían de lo que hasta entonces, como ejemplar académico, el autor había ofrecido con anterioridad.  

Ésta es una tesis sobre ciertos cambios, ciertas fisuras en la labor y escrituras críticas de un autor que parece haber roto (con) un marco tradicional de la crítica y (con) sus propios límites para ubicarse en un espacio fronterizo, en el borde de sí mismo. ¿Una escritura que, simplemente, se ha indisciplinado?

Sobre un término y su concepto: la “poscrítica

En 1999, en entrevista que le hiciera el escritor Eduardo del Llano a propósito de su Premio de Ensayo Hispanoamericano Lya Kostakovsky 1997, Rufo Caballero hacía la siguiente declaración: “Siempre he dicho que únicamente de la asunción honesta de la enorme subjetividad que implica el juicio crítico, es que puede brotar la luz. Lo demás son ilusiones pasajeras que debemos a esa nociva hibridez de positivismo y estructuralismo. Si nos atenemos a la libertad escritural que pregonaba la poscrítica, sí, yo soy un poscrítico.” [4] Retengo aquí las nociones represión-libertad, que expresan una relación conflictiva dentro de un discurso específico como el de la crítica, como elementos definidores, según palabras de Rufo Caballero, de lo que sería el ejercicio de la poscrítica, o, dicho de otro modo, del poscrítico. El sentido de sus palabras definen un espacio donde la crítica se despoja de normas, reglas y hasta de un deber ser. Sin embargo, la noción permanece abierta.

Si pensamos que la poscrítica se puede definir por esta suerte de “libertad escritural”, ¿cómo entenderla realmente cuando en nuestro horizonte se aparece el género de ensayo, el paradigma de la libertad en la escritura? Éste participa de una libertad tal que ha llegado a ser definido como el “centauro de los géneros” –memento Alfonso Reyes–, una forma monstruosa, una entidad genérica atravesada por escrituras y discursos múltiples, diversos, creativos, que lo mismo puede alcanzar formas narrativas como las del cuento, formas testimoniales, e incluso líricas. Si es así, ¿cabría decir de José Martí y Sarmiento, que buena parte de sus textos manifiestan una libertad escritural elevada, son poscríticas? ¿O que el Fernando Ortiz del Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, el Octavio Paz del Laberinto de la soledad o El mono gramático, el José Lezama Lima de Analecta de reloj y tantos de los importantes ensayistas americanos, que cultivaron la expresión del ensayo en grado magistral? Y casi podríamos atrevernos a considerar el Diálogo de la lengua, de Juan de Valdés, o El elogio de la locura, de Erasmo, como expresiones de textos poscríticos (lingüístico y filosófico, respectivamente). En este caso, habría que dominar un poco la expresión “libertad escritural”. De lo contrario, acercaríamos la poscrítica al concepto de ensayo. Sólo que por esta última vía se pudiera dar por cerrado este tema. Y no es por el momento esa mi intención. 

Pero un año antes Rufo Caballero daba muestras de que no estaba ajeno a las reflexiones de quienes estudiaban los cambios que se operaban en la constitución del texto crítico. En una nota al pie, la seis, de “El desierto del olvido y los paisajes del deseo”, expresaba:

Cuando hablo de la crítica como escritura me estoy refiriendo a la polémica sobre la doble condición del ejercicio crítico: su carácter de metalenguaje en el sentido de una paraliteratura, o incluso, para algunos, de una parialiteratura (¡!); y su potencial creativo que rebasa las condiciones de práctica sucedánea o parasitaria de la creación artística. [5]  

Ya entonces, como se advierte en la nota, Rufo había leído el ensayo de Leyla Perrone-Moisés sobre esas estrategias discursivas en textos crítico-literarios. La tradición moderna ha dejado bien marcados los espacios, los territorios tanto del texto crítico como del artístico.  

Es en este sentido en que se entienden las palabras de Rufo Caballero no sólo en cuanto a la libertad escritural sino también en cuanto a las ideas de que la escritura crítica parasita, simple y llanamente, la literatura, y como tal queda subordinada en grado inferior, reducida a ese “sucedáneo” que sólo importa porque lo único que aporta es “descripción e información” sobre un objeto de muchísimo valor estético, autónomo. Bajo estas preocupaciones, Noé Jitrik proponía una operación diferente en el “trabajo crítico”:  

Se trata de hacer algo en y con el texto ¿En qué consiste? Ese hacer tiene una primera instancia modal, hacer para hacer conocer, y otra también irrenunciable: en ese hacer se hace conocer, al mismo tiempo, el discurso que lo lleva a cabo. En esa doble instancia, el discurso que se constituye puede aspirar a una autonomía como discurso singular y específico, en una posición de vecindad respecto de su texto objeto, y no más de subordinación o de seguimiento. [6]  

Ahora, cómo congeniar las definiciones de un término, la poscrítica, y acomodarlas dentro de un concepto estable y ante la luz de tantos problemas. El tema de la definición se abre a nuestros ojos y compromete su estabilidad cuando buscamos una respuesta a la interrogante sobre qué es, finalmente, la poscrítica. [7] Autores como Gregory Ulmer y Leyla Perrone-Moisés manejan el asunto en términos de forma, de la “representación del objeto” por parte del (texto) crítico y, por tanto, de su propia representación. [8] Esto, que señala hacia una identidad escritural diferente a la tradicional, implica un cambio en la propia condición del sujeto crítico. Rufo Caballero, por otra parte, centra la poscrítica en el espacio de esa “libertad escritural” opuesta a los reglamentos de un orden discursivo específico, como si la poscrítica existiera para que el escritor pueda zafarse de los condicionamientos que imponen las disciplinas y los estudios literarios de corte cientificista y académico... O como si la poscrítica fuera (el) más allá de una postura ante la escritura condicionada por las reglas de lo académico.  

Ahora bien, dejando a un lado –al menos por el momento– la definición de una práctica discursiva en virtud de sus aspectos formales, pudiéramos aventurar una definición de ella que tenga en cuenta la epistemología –es decir, todo el saber y conocimiento acumulados– que el discurso crítico incorpora, toda esa epistemología que caracteriza al pensamiento teórico y crítico contemporáneo (enfocado en términos posmodernos). En virtud de tal idea, todo discurso crítico que cumpla con los requisitos anteriores –así los deje ver de manera incorrecta–, cabría agruparlo bajo la denominación de poscrítica. Se estaría operando una transfusión conceptual. Ahora valoraríamos la manera en que el sujeto crítico, y por ende su escritura, se relaciona con su objeto y por tanto conforma su texto. Elemento importante en la definición de una identidad. Ya una vez pensé que no creo que sea posible ni recomendable concluir una definición del concepto o noción de discurso crítico tomando como base únicamente las formas que tome, al ir ésta más allá de una simple estipulación de sus estructuras o de su continente.  

Tal vez, si se reúnen en un mismo terreno conceptual el continente y el contenido, pudiéramos establecer algún paradigma con el objetivo de reconocer qué puede o no puede aparecer bajo el denominador común de la poscrítica ante las revisiones de unos u otros autores. Un término que en Ulmer apareció vinculado a lo posmoderno y que se basaba en un determinado tipo de relación con su objeto de estudio, como también lo asienta Perrone-Moisés, pudiera ser analizado como aquel discurso crítico cuyo aparato categorial se conforma sobre la base de la epistemología de lo posmoderno y del posmodernismo. Ese texto poscrítico evaluará y establecerá sus lecturas críticas siguiendo modelos teóricos y metodologías críticas posmodernos. [9] Aquí entrarían en escena no sólo la crítica cultural como la de Jean Franco, Néstor García Canclini, Beatriz Sarlo, George Yúdice o el propio Julio Ramos, sino también la poscolonial (Homi Bhabha, Gayatri Spivak), la postestructuralista (Baudrillard, Deleuze y Guattari) o la feminista de corte posmoderno (Mary Louise Pratt, Helen Cixous), por poner tres ejemplos, las cuales se acercarían a sus objetos de estudio siguiendo esos dictados teóricos: sean cartas de Marx o poemas de Sor Juana, sean cuentos de Horacio Quiroga, pataquines de la tradición religiosa cubana o relatos de la picaresca española, sean Los comentarios reales, Cuaderno de retorno a un país natal o corridos mexicanos, e incluso el Facundo de Sarmiento o las novelas de V.S. Naipaul.  

Me gustaría operar con esta idea a la hora de definir una poscrítica, porque creo que permitiría establecer una correspondencia entre ese continente y su contenido, entre el argumento evaluativo propio que encierran los textos críticos y el despliegue liberador de lo escritural del texto, del lenguaje y los procedimientos literarios, que no son exclusivos del artista. Sin embargo, posiblemente no sea la más acertada, ni necesariamente sea obligatoria. No todos los textos van a operar esa divergente revolución de la escritura dentro de un contexto tan cerrado como es el del sistema de la literatura, que se ha ganado el estatus actual a través de un sostenido y moderno desarrollo de su especialización. Para algunos, esa revuelta en la forma no viene a ser más que una regresión. Otros, como Ricardo Piglia, [10] podrían ver, detrás de esos críticos que transforman su escritura crítica de tal manera, en una operación fallida y resistirse a tales intentos. Eso de hablar estéticamente de lo estético más parece una herejía, algo contraproducente o hasta un sinsentido. 

Se esconde detrás del término poscrítica un extraño juego terminológico que no tiene que ver exactamente con la palabra posmodernismo y que, por tanto, anularía un poco las ideas anteriores de conservar en el post de poscrítica vínculos con una epistemología o saber posmodernos. Es un juego que quizá, y es mi intención, se puede desarrollar y mantener relaciones con los procedimientos discursivos intertextuales en la crítica a los que Ulmer y Perrone-Moisés hacen referencia. Se trata de una capacidad por parte del sujeto crítico de hacer valer su palabra y su relación con el objeto literario por encima de la represión e impersonalidad a que la crítica lo tenía restringido. Se trata de un acto que halla en ese post una acción que va más allá de esas exigencias, reitero, de impersonalidad (cero Yo), aunque hoy día se cuestione la supuesta “impersonalidad” de quienes hacen la crítica. [11] Se trata de un giro, un regreso hacia las letras, a las que también pertenece. Un acercamiento hacia el objeto literario por alguien que puja su salida no como una entidad aséptica, sino, al decir de Graziella Pogolotti a propósito de Ella escribía poscrítica, reeditado en 2006, como “barco ebrio estremecido por las tormentas” que afectan su propia vida y que se trasluce como un jardín de orquídeas, plantas parasitarias que también son hermosas. [12]  

Ahora, el movimiento que quiero describir puede hallar sus procedimientos discursivos en los mismos que Ulmer y Perrone-Moisés consideran en sus respectivos ensayos. Siguiéndolos como guías con el objetivo de buscar ese texto poscrítico, pudiera añadir, sin embargo, que no basta con descubrir tales estrategias intertextuales. A la relación se le añade también un componente importante en los autores que he señalado. Esta relación de intertextualidad crítica, esta operación poscrítica se puede redefinir en términos de una asimilación al estilo derrideano que implica, y lo recalco, un modo performativo, it est, no sólo qué se dice, sino cómo se dice ese qué. Se trata de lo que he dado en llamar asimilación discursiva; procedimiento cuyas características intentaré resolver en Por si nos da el tiempo, [13] donde el texto crítico asimila el discurso de su objeto de estudio y lo incorpora a su escritura mediante una estrategia de intertextualidad. Manteniendo la “actitud crítica” –que, por cierto, se conserva en cualquier escritor–, el crítico puede asumir de manera poscrítica un postulado como el que fijó un critico mexicano: “La exaltación de la prosa crítica como escritura asimismo literaria.” [14] No significa con esto que la única vía para que la crítica alcance esta constitución literaria sea reaccionando como poscrítica. La muerte de la tragedia, de George Steiner, no se trabaja/escribe/inscribe dentro de estas coordenadas poscrítica; y, sin embargo, es uno de los mejores ejemplos de “prosa crítica como escritura asimismo literaria”. Ni siquiera se trata, en esta tesis que ahora escribo, de que la escritura crítica esté obligada a alcanzar dicha constitución ni de una receta para lograrla. Se trata, más bien, de reflexionar sobre una variante en la crítica literaria que conforma una in-disciplina crítica, como ya dije al comienzo.

Una disciplina crítica

Dentro de los textos capitales de los estudios culturales latinoamericanos, los de Julio Ramos –Desencuentros de la modernidad en América Latina (1989) y Paradojas de la letra (1996)– forman parte de ese contingente que, como bien expresa Alicia Ríos, “está dedicado a temas tanto de la primera mitad del siglo xx como de todo el xix” hispanoamericano. [15] Sin embargo, algunos de sus ensayos también proyectan una exégesis e interpretación de temas con proyección contemporánea. “Migratorias”, el último de los ensayos que integran Paradojas, interpreta el poema “Domingo triste”, de los Versos sencillos de José Martí, dentro de los problemas de identidad y ciudadanía que tienen lugar en las experiencias migratorias. Pero la labor crítica no se detiene ahí, sino que avanza hasta un poema del nuyorrican Tato Laviera, de modo que se contraponen dos visiones de ese problema en épocas distintas, escritos en el mismo lugar, Nueva York, y en condiciones similares de ciudadanía. Al final, la lectura crítica de ese poema modernista ayuda a repensar esos problemas que, cien años después, se han convertido en materia de reflexión recurrente para los estudios culturales. Aunque centrados en el xix, gran parte de los análisis de Ramos tienen un correlato en las líneas de los estudios culturales que se ocupan de los medios de comunicación, la cultura de masas, lo local y lo global, la migración, el conflicto entre lenguas (menores v.s hegemónicas), etc. De ahí que esta observación de Alicia Ríos ayude a comprender la situación actual que ocupa la obra de Julio Ramos: “Es esa larga tradición del ensayo de ideas en América Latina, la que nos ha obligado a muchos (...) a revisar las maneras en que nos hemos pensado antes para tratar de encontrar respuestas –o problematizaciones mayores– a los tiempos que hoy vivimos.” [16] En ese sentido el pensamiento crítico de Julio Ramos va definiendo sus estrategias de lecturas. Mirando el pasado, devela claves del presente.  

Pero vayamos por partes. Lo que Julio Ramos inicia en Desencuentros… tiene su continuación en Paradojas….El primero, como un todo, y el segundo, como una selección de ocho textos escritos, leídos o publicados entre 1991 y 1995. [17] En su conjunto arman una línea fuerte de investigación que se centra en el proceso de conformación cultural del xix hispanoamericano, a raíz del vacío dejado por el Imperio español y de la fundación, entre choques, tensiones y contradicciones internas y externas, del actual mapa político y cultural de la región.  

Si Desencuentros… visibiliza cómo se construirían esos discursos modernizadores en la América Latina, los ensayos de Paradojas… revisan la manera en que se incorporaban algunas de las preocupaciones intelectuales a ese mismo discurso de modernización. Digamos que Paradojas… complementa las tesis que en torno a los proyectos modernizadores se iban delineando en Desencuentros…. Además de volver, en aquél, sobre autores y temas que había trabajado en éste –Bello y Saco, la lengua, su relación con el poder y la constitución de los sujetos coloniales y poscoloniales; o Martí y su labor intelectual en el exilio estadounidense–, Ramos abre sus reflexiones a otros asuntos de igual importancia: la relación de los esclavos con su estatus jurídico y con el mal uso de la lengua del poder (el español) –tal el caso de la lingüísticamente “impura” Autobiografía de Juan Francisco Manzano–, las “ficciones” del derecho en el marco jurídico de la época colonial cubana, la manera en que sujetos excluidos se apropian de las tradiciones literarias y escriturales que detentan los círculos de poder (como el que vislumbran los escritos de la anarquista puertorriqueña Luisa Capetillo), o los vínculos entre cuerpo-lengua-subjetividad en la emergencia de una identidad en textos literarios del xix (mostrados en las novelas Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, o Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde). 

Desencuentros… analiza, en una primera instancia, la inserción en el discurso general de la Modernidad por parte de Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento o José Antonio Saco durante la primera mitad del xix latinoamericano; luego, mientras avanza el libro, los análisis abarcan el acontecer de la segunda mitad del xix –es decir, el Modernismo–, donde se desentrañan las vías en que se va definiendo, vía el periodismo y las crónicas, [18] una autonomía en el campo literario ante, o justamente por, la creciente mercantilización y profesionalización del arte, y de qué manera los escritores finiseculares, los literatos –no los letrados al estilo de Bello–, defendían esa alternativa aunque, al mismo tiempo, la fueran contaminando con sus “estilos”, y sus estéticas fueran convirtiéndose en ejemplos paradójicos de una cultura moderna emergente. [19]  

Aquí también se perfila el cuestionamiento de la propia Modernidad cuando Ramos dedique sus juicios no sólo a las crónicas, especialmente las martianas, sino también a los ensayos, por el grado de importancia que estos géneros, obliterados y menores en la tradición europea, alcanzaron en el panorama de la literatura latinoamericana y en pleno funcionamiento de la maquinaria sociocultural, económica y comercial moderna. [20] Así, si el trabajo intelectual de los primeros –Bello o Sarmiento– busca a toda costa insertar sus naciones en el flujo del progreso y la modernización de la época, las crónicas de Martí, en cambio, terminan por articular una de las más duras críticas que el llamado sujeto subalterno, periférico, insertado en el “centro” de la Modernidad, haya producido hasta entonces: “Por el reverso del mundo representado –la modernidad norteamericana [en las crónicas]– se cristaliza el nosotros, la autoridad intelectual y espiritual del que habla [un latinoamericano, un caribeño], criticando la modernidad y subvirtiendo, desde una emergente mirada literaria [las crónicas], las normas del relato de viaje, históricamente ligado al proyecto modernizador.” [21]  

Armado de una actualizada teoría crítica que maneja conceptos como los de autonomía literaria, autonomización, heterogeneidad, otredad, hegemonía, literatura y lengua menores, modernidad y posmodernidad, entre otros, la obra de Julio Ramos indaga el pasado cultural que se gestaría a lo largo del xix latinoamericano, entre cuyos objetivos se encontraba el de refundar una América al compás de la civilización y el progreso europeo y norteamericano para dejar atrás la “barbarie”: “Se trata de intelectuales latinoamericanos que buscan, en los discursos modernos de la biblioteca europea, las claves para resolver los enigmas, las carencias de identidad propia (...)”, es decir, “la búsqueda de modelos para ordenar y disciplinar el ‛caos’, para modernizar y redefinir el ‛bárbaro’ mundo latinoamericano.” (146) 

Ahora bien, esa refundación con afán modernizador de tono y “biblioteca” europeos y que en un principio Ramos muestra entre la ideología propugnada por intelectuales como Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento, tiene sus varias formas. Sarmiento es el prototipo de intelectual que en Facundo y Viajes por Europa, África y América 1845-1847 se inscribe en el discurso de modernización europeo. Pero ojo con lo anterior: en Facundo, como advierte Ramos, esa “barbarie americana” que critica y busca sustituirla por el proyecto de civilización europea, subyace en el descuido formal de su escritura, escritura cuya intención sería contener al “bárbaro”, al “otro”, pero que en términos formales lo acabe contradiciendo. [22] Bello, por otra parte, es el paradigma del organizador letrado que reúne en su persona los saberes humanísticos. En él confluye no sólo el tipo de intelectual de principios del xix que reunía en su persona y sin discriminación al abogado, al filólogo y al literato. Lo mismo preparaba un manual de Derecho o integraba el equipo de redacción de la constitución chilena, que concebía manuales de estudios latinos, preceptuaba a qué debía responder la literatura o escribía una Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos –sus “hermanos”–. Esa Gramática no sólo va dirigida a homogeneizar una lengua común, conservar su pureza y evitar la dispersión y la desintegración lingüísticas –el temor a una fragmentación similar al latín, con el consiguiente desmembramiento de toda una comunidad cultural–, sino porque tal desorden podría atentar contra la integración mercantil, la creciente modernización y la consolidación del Estado nacional.  

Como Julio Ramos va demostrando, en el caso de Bello se liga la lengua –aparato del buen decir pero también del buen hablar– a la economía, al mercado. Con la progresiva especialización moderna, la función política de intelectuales letrados como Bello y Sarmiento –quienes integraban en sus discursos la necesidad de una cultura literaria con propósitos civiles–, va cediendo paso hasta llegar a la desintegración y separación de esas funciones en el campo finisecular, en el que sus intelectuales propugnarán por la separación y especialización de los distintos saberes. 

Deseo evitar, aquí, unas necesarias disquisiciones sobre las dimensiones críticas y teóricas que proyecta la obra de Ramos: el conjunto epistemológico que lo estructura. Indagar en esas dimensiones ayudaría a perfilar no sólo los aportes que esa obra le ha brindado a los estudios culturales latinoamericanos, sino también a un pensamiento caribeño. Lejos he estado –y quiero estar en estas páginas– de abrir su método y mostrar cómo se llevan a cabo sus operaciones interpretativas, teóricas y críticas. Por la suma importancia que ha alcanzado la obra de Ramos en el contexto de los estudios culturales y de la producción teórica contemporánea, todo lo anterior merece un acercamiento mucho más detenido que, en cambio, robaría espacio a mis intereses, tan puntuales como restringidos. Pero entre las muchas aristas en que se reflexiona sobre su labor investigativa, aparece un tema clásico que excede el campo teórico-crítico de sus textos: el de la relación de esos intelectuales con la teoría y el conocimiento generados en los centro de poder. 

Rafael Castillo Zapata abordó el tema al situar al crítico puertorriqueño en el mismo escenario en que se sitúan los sujetos subalternos y los textos de ellos analizados por Ramos: “(...) creo que en un escenario semejante puede colocarse al crítico y proponerlo como un subalterno en relación con lo que pudiéramos llamar saber dominante, generado y repartido, es decir, donado, desde los centros del poder epistemológico occidental.” [23] Y es que, en efecto, encontramos nuevamente el asunto del dilema del intelectual latinoamericano y su siempre conflictiva relación con sus (ex)metrópolis, los cuales constituyen ejes en casi toda axiología que aborde el pensamiento crítico latinoamericano. Julio Ramos también termina siendo representado en la estela de esos pensadores del Continente que se han desplazado desde sus lugares de origen (periféricos) y en ese desplazamiento han inscrito su obra en los circuitos académicos de esos “centros de poder” que menciona Castillo Zapata. 

Con su cuerpo, con su lengua, llevando encima su entorno cultural natal, Julio Ramos ha emigrado hacia los Estados Unidos y se ha constituido en sujeto de la emigración, ha engrosado las filas de ese grupo de intelectuales y escritores que trabajan en las fronteras, y que a la vez han desarrollado su pensamiento crítico en esos mismos bordes, en esos pliegues o descentramientos que se conforman en lo que por comodidad y también por inercia se sigue llamando centro. Creo que el caso de Ramos no debe ser absolutizado ni confundido del todo, por ejemplo, con el desterrado o exiliado, que se ha visto forzado a salir de su origen sociocultural y lingüístico y enfrentarse, en muchos casos, con la angustia y la hostilidad que implica el cambio. Su nacionalidad (puertorriqueña) se cruza con su ciudadanía (estadounidense). Su territorio de origen, Puerto Rico, está incorporado como colonia, subordinado, al territorio donde hoy habita, los Estados Unidos. Y su formación intelectual, al menos la universitaria, fue completada por entero en centros de educación de los Estados Unidos.  

Pero no cabe duda de que esta marca del sujeto crítico y a la vez emigrante que representa Julio Ramos determina ese contexto e incluso la producción teórica y crítica. Como ya expresé, Castillo Zapata lo anuncia en su prólogo. Y representa una visión de Julio Ramos como sujeto problemático que lidia constantemente con fuerzas académicas y culturales para “inscribir su práctica, conquistando un territorio propio separado de su entorno cultural de origen”. [24] Estas valoraciones, escritas en 1996 para introducir el volumen de ensayos Paradojas, tendrán una respuesta casi radical seis años después, cuando el crítico, que escribe y hace una labor docente e investigativa fuera de su lugar de origen, [25] publique un libro, Por si nos da el tiempo, donde pondrá en blanco y negro las experiencias de ese sujeto de la migración, de ese sujeto ubicado en los bordes de su propia constitución y sobre el cual ha sido objeto de estudio la crítica de Ramos. Pero el libro, en lugar de mantenerse dentro de los códigos fuertes del estilo académico e investigativo –“la prosa declarativa, el dispositivo pedagógico y los géneros de la verdad”, dirá en Por si nos da el tiempo–, implementa o dispone un sujeto y una escritura que en lugar de “exponer” esas experiencias, las narrará y se constituirá él mismo en sujeto literario.  

De ahí la «indisciplina» que constituirá Por si nos da el tiempo en relación con sus libros anteriores. De ahí la sorpresa que provocará que la escritura de un investigador de su talla se vea sumida en un conflicto tal de “identidad” y de “género”. ¿Por qué? De nada valdrá que la colección de la editorial que imprimió el libro se titule metafóricamente El Escribiente, ni que la materia por la que se le clasifique lleve la marca de “narrativa puertorriqueña”. La perspectiva señala hacia un “crítico” que ahora narra, literaturiza, y convoca en su escritura procedimientos de origen literario y ficticio pero “tramándose”, anudándose a temas literarios, artísticos y culturales. Esta ficción está atravesada ahora por muchas de las preocupaciones temáticas que se podían hallar en el entramado reflexivo de Desencuentros… y Paradojas…; o, como diría Alejandra Laera, Por si nos da el tiempo “vuelve a leer ciertos nudos culturales que retornan obsesivamente en [los] trabajos” del autor. [26]  

La indisciplina (post)crítica. Movimientos limítrofes

«Este estudio es, de algún modo, una ficción». Así empezaba el crítico y ensayista Jorge Fornet una de sus más recientes publicaciones, Los nuevos paradigmas (2006), que trata sobre los “mapas” que podría estar trazando la más actual narrativa latinoamericana. En 2002, Néstor García Canclini, en el “Prefacio” a Latinoamericanos buscando lugar en este siglo, después de señalar los objetivos de su ensayo, anota, no tan de paso y sí con mucha intención, que quiso “dar libertad a la escritura” y moverse “entre géneros, desde los narrativos hasta los reflexivos, fundando las interpretaciones en la información controlada de investigaciones empíricas.” [27]

¿Por qué estos autores de crítica literaria o cultural experimentan el sentimiento de ficción en sus escrituras? ¿Qué los lleva a advertir al lector, desde el inicio, que sus escritos están cruzados por la ficción? La respuesta tomará giros diferentes en cada uno, pero no deja de ser sintomático, a la altura de sus respectivas trayectorias como estudiosos de la literatura y de los procesos culturales contemporáneos. 

Quizá Fornet piense que lo escrito por él responda más que todo a una invención muy suya, a una verdad que ha hallado en sus muchas lecturas literarias y que desea ponerla al descubierto. En otro sentido pudiera decirse que Fornet piensa que acaba de escribir un «relato» personal donde intenta descubrir los posibles discursos de la literatura latinoamericana con que abre este siglo xxi. Pero también, en tanto conocedor a fondo de la obra de Ricardo Piglia, sus palabras pudieran esconder una idea como la siguiente: “Por mi parte me interesan mucho los elementos narrativos que hay en la crítica: la crítica como forma de relato; a menudo veo a la crítica como una variante del género policial. El crítico como detective que trata de descifrar un enigma.” [28] Esto es, una concepción de que toda crítica es de algún modo una especie de ficción detectivesca o policial cuyo sujeto crítico la escribe a partir de la subjetividad propia pero amparado en una objetividad o, quizá, en un control que autorice la escritura de sus propuestas interpretativas, descriptivas, valorativas.  

Ojo: no significa que Los nuevos paradigmas se inscriba como novela, acaso como suma de relatos. [29] Es muy probable que en el horizonte de Jorge Fornet se halle suspendida la idea de que la crítica literaria, en tanto género y discurso, se comporte como un discurso ficticio con basamento veraz, cuyo autor expone sus juicios sobre acontecimientos y sucesos literarios, o sobre textos y estéticas diversas; y en el transcurso de tal exposición, que no necesariamente deba ser “narrativa”, exponga a la intemperie –al lector, quiero decir– no sólo una biografía del crítico literario –que se descubre en las marcas o huellas que va dejando–, sino también el “relato” personal que ese crítico estaría construyendo en torno a un tema dado y a partir del aporte y la combinación en su discurso de los “datos” hallados. Sería así, en esta línea argumental, que se piense que la crítica delataría la biografía de quien la escribe y las entrañas de su propia personalidad. 

Si se me permite una digresión, tengamos en cuenta el siguiente problema: Cuando le preguntan en cierta ocasión sobre la “especificidad de la ficción”, Ricardo Piglia responde que es “su relación especifica con la verdad», y agrega: “Me interesa trabajar esa zona indeterminada donde se cruzan la ficción y la verdad. Antes que nada porque no hay un campo propio de la ficción. De hecho todo se puede ficcionalizar.” [30] En esa singular idea de cruce entre la ficción y la crítica en el texto, surge el no menos conflictivo y debatido cruce entre un personaje salido de la ficción y otro de la realidad (que no es lo mismo un personaje de la realidad inserto en un plano narrativo, en una novela o un cuento). Y en medio de todo esto, el papel de la verdad con que trabaja la crítica. Me detengo en este punto porque se conecta de alguna manera con la idea de Julio Ramos de la crítica como un género de la verdad. Ricardo Piglia es creador de un personaje, Emilio Renzi, quien a su vez –ha declarado el mismo Piglia– se comporta como un alter ego suyo. El personaje, que aparece no sólo en la novela Respiración artificial sino también en otros textos piglianos –en el relato “Nombre falso” incluso como compilador de una antología de Roberto Arlt–, alcanza quizá su máxima celebridad en Respiración artificial. En ella el personaje expone teorías –¿de Piglia?– sobre Arlt, Borges, Lugones y la lengua nacional argentina. Sin embargo, años antes la revista Punto de Vista, en su primera entrega de 1978, había publicado un artículo firmado con su nombre: “Hudson: ¿un Güiraldes inglés?” –a pesar de no serlo hoy día, más tarde se confesaría el nombre como seudónimo de Ricardo Piglia (en realidad, son, respectivamente, el segundo nombre y apellido de Piglia [31] –. Renzi es el mismo personaje cuyas palabras Julio Ramos cita en una nota al pie, la 10, del ensayo “Don de la lengua”, recogido en Paradojas. En Por si nos da el tiempo el autor valora no la aparición de él en ese texto, sino la que hace en su tesis de doctorado, donde se pregunta cómo pudo pasar por autoridad crítica la cita de un personaje de ficción.: “Curioso”, le dice Julio Ramos a Santiago Lavoe, “¿no te parece que las palabras de un personaje cobraran tanta autoridad en una tesis doctoral aprobada en Princeton University (...), ya hoy está clarísimo que Renzi debería pasar a la historia como uno de los grandes críticos literarios latinoamericanos” (69). 

De vuelta a Canclini, si no es intención suya “infectar” su escritura y subvertir la disposición académica o disciplinada del discurso, a él también lo afectan esta desviación y esta intromisión de lo narrativo. No por gusto advierte la contaminación; y rápidamente rectifica su tendencia inicial y regresa, tras “narrar” un encuentro y diálogo con un taxista argentino, al estatuto disciplinado del discurso crítico. [32] Sobre las advertencias de Canclini y Fornet y más allá de otros comentarios o juicios que podrían desprenderse, ¿se trata de higiene, de limpieza, de salvar la pureza de una práctica y un discurso críticos? O, en el orden que quisiéramos establecer aquí, ¿no podrían ser ellas formas de una disciplina crítica? 

He aludido a estas declaraciones para llegar a un Por si nos da el tiempo que no advierte de manera explícita el asunto de la relación entre ficción y verdad, entre ficción y crítica, pero que, en cambio, participa del estatus genérico de la ficción tanto como del de la crítica. ¿Por qué un académico, profesor universitario de literatura y cultura latinoamericanas y con una arraigada disciplina crítica, [33] decide salirse del marco de las formas académicas y críticas en el que se había preparado y condicionado su propia expresión escritural? Al leer el libro, la pregunta anterior quiere insistir en la posibilidad de una ficción sospechosa. Pero, ¿por qué entonces el imperativo genérico de la crítica, ese discurso de la verdad –diría el propio Ramos–, y no de la ficción, seduce en las lecturas que se hacen del libro? [34] Igual se podría comprender el mencionado libro como mismo lo comprendió quien lo fichó en el apartado de materia “narrativa puertorriqueña”. Con lo cual las páginas que siguen y hasta las que preceden no tendrían razón de ser (críticas, metametalenguaje). Pero hay razones para sospechar de esa “narrativa” explícita tanto como de su implícita “crítica”, o viceversa, desde el mismo instante en que hay quienes, como Canclini y Fornet, se ven impelidos a tales advertencias en sus textos. Asimismo, lo que intento demostrar en estas páginas es que esa sospecha también puede mantenerse desde otra perspectiva, la que aquí deviene tesis central de estas páginas: que Por si nos da el tiempo participa, además, de una estrategia que hace que la noción de mera ficción crítica se vea revisada bajo la de asimilación discursiva. El discurso de la crítica asimila, se apropia, toma, absorbe las propiedades discursivas de su objeto de estudio. Dígase réplica, analogía o paráfrasis, lo que quiero señalar es que no sólo vale el qué se dice, sino el cómo, y con ello tener en cuenta el carácter performativo de la escritura. [35]  

Al comienzo de Por si nos da el tiempo, un narrador, que luego se presentará como Julio Ramos –el “campo semiótico Julio X. Ramos”, para ser más exactos y a riesgo, por lo demás, de revolver su propia indeterminación, pues sus características coinciden enteramente con las del Julio Ramos real–, se encuentra en una isla situada en la bahía de San Francisco. El lugar es pensado como límite, mientras que quien se piensa a sí mismo, el narrador, cuelga una duda en la propia noción de identidad, e incluso por el reverso de sus palabras, de la propia identidad como escritor, al dejar constancia de la interrogante sobre “lo que uno es”, sobre “lo que uno debe creer que es”. [36] He aquí el punto de partida del libro, cuya historia bien podría ser otra pregunta acerca de eso “que uno debe creer que es”, señalada en un encuentro –ficticio– que mantuviera Julio Ramos en La Habana, a mediados de 1999, con un joven intelectual chileno, Santiago Lavoe, en el hotel Habana Libre.  

En dicho encuentro Santiago le realiza una entrevista cuyas preguntas persiguen, una y otra vez, le explica a Julio Ramos, descubrir “la historia de sus Desencuentros” (65), que no es más que la historia otra y personal de la escritura del libro editado por el mexicano Fondo de Cultura Económica en 1989. [37] La entrevista, que quiere ser parte de un libro “virtual” que Santiago pensaba publicar bajo el título de Los más raros todavía –en alusión a Los raros, de Rubén Darío [38] –, iba a ser publicada primero en la chilena Revista de Crítica Cultural, que dirige Nelly Richard, pero nunca llegó a ver la luz. [39] Posteriormente, Julio Ramos recibe en su casa una versión del manuscrito original, el cual, sin embargo, omite, borra, silencia “la parte más personal” de la conversación, el “quieres que te cuente mi vida” que emergería con la respuesta a la pregunta “¿Dónde figura usted entre esas historias [de Martí, Bello, Sarmiento et al.] que ha dramatizado tanto?” Es a partir del instante en que recibe el manuscrito que Julio Ramos recuerda –inscribe en la página en blanco, narra esa experiencia– ese encuentro, o mejor dicho, algunos momentos anteriores, simultáneos y posteriores inmediatos a la entrevista: narrándolo en primera persona pero también agregando en su narración, a manera de epílogo, la entrevista, el exacto y “dialógico” encuentro entre ambas voces. Queda la noción, entonces, de que el libro se está construyendo sobre los restos que quedaron dispersos, apartes, obliterados del discurso académico de Ramos, al pretender reconocer que la entrevista, y el relato de Por si nos da el tiempo, intentan rescatar los silencios, las omisiones, el lado escondido del sujeto de la crítica. [40]  

Éste es, a grandes rasgos, el preámbulo de un libro. Ahora bien, se le puede comprender desde dos perspectivas. La primera, que ya he desarrollado en los párrafos anteriores, destaca la escritura desde un plano narrativo, ficcional. Estamos en presencia de un relato literario que articula un sistema de personajes en un espacio narrativo puntual. La otra posición, en cambio, ubica el relato en el horizonte de la crítica literaria. Se trata de un texto escrito bajo algunas de las condiciones de verdad que impone la crítica y que intenta sustentar la voz del narrador así como la de otros personajes. En otras palabras, me refiero a un texto que enuncia su objeto de estudio: la obra de varios autores en vínculo con sus experiencias vitales y literarias: Sarmiento, José Martí, Pedro Pietri, Carlos Montenegro, William Carlos Williams, Thomas Pynchon o Fitzgerald. Declaradamente, el libro discurre por ellos y da a conocer no sólo situaciones y experiencias límites en que produjeron parte de su obra, sino la posición que ésta y aquellos alcanzaron en el campo literario al que pertenecieron. Pero a todos, y salvando las diferencias, los une un rasgo común: han radicado de alguna u otra manera, o en alguno u otro momento de sus vidas, en los bordes de un espacio o campo literario, en zonas de lo marginal o fronterizo. Pero lo marginal indica, iremos viendo en el transcurso de estas páginas, el espacio que estos han ocupado no sólo por la literatura o la actividad intelectual, sino también por sus lenguas, las cuales se han visto sujetas a contactos de extrema violencia productiva.  

En relación con lo anterior, mencionaré algunas tesis críticas que se proponen en el libro y que tienen como finalidad dibujar el objeto de estudio. Entre las varias que cabría mencionar está la tesis que se construye alrededor de José Martí, un autor que realizó casi toda su obra, por no decir la más importante, en un puntual exilio espacial pero también en uno lingüístico. Fue allí, por ejemplo, donde escribió esas fundamentales crónicas para entender críticamente un modo de vida y producción cultural modernas que ya tipificaban los Estados Unidos, concretamente el Nueva York en que residió, o donde dio conocer dos de los textos que se consideran, uno, el manifiesto del latinoamericanismo, y otro, el manifiesto latinoamericano de la Modernidad: “Nuestra América” y el “Prólogo al Poema al Niágara de Antonio Pérez Bonalde”. [41]  

Una de las tesis que maneja el libro en relación con este autor es la del espacio en que produjo esa escritura: “Martí debe haber escrito buena parte de lo mejor de su obra en esos años en habitaciones modestas, muy urbanas. Eran las únicas que le permitía alquilar su sueldo de periodista (...) Martí vivía en Nueva York cuando reflexionaba contra la vida en los hoteles y fue en esos mismos hoteles donde se imaginó el telurismo ese por el que se le recuerda tanto y por el que dio finalmente la vida.” (Énfasis del autor, 32). José Martí, en este contexto, se muestra como un sujeto marcado por la condición de desplazado, de errante, cuya obra, o parte de ella, aparece en relación estrecha con la situación de emigrante o de exiliado que vivía. [42]  

Pero también resultan relevantes en el libro las tesis críticas en torno a autores y obras como las de los estadounidenses Thomas Pynchon y Scott Fitzgerald, el salvadoreño Alberto Mendoza y el cubano Carlos Montenegro. Los dos primeros están implicados en el tropo del hotel, que más adelante comentaré y que les resultó vital en determinados momentos de su carrera literaria. Y es por la relación que Julio Ramos establece entre los autores y esas zonas de tránsito que son los hoteles y moteles, que se puede comprender el estatuto de escritores que han desarrollado una vida literaria en los cruces señalados. Alberto Mendoza, a quien Julio Ramos le dedicara un extenso ensayo académico en 1996, [43] representa en su persona los “oficios” de guerrillero, ladrón y poeta, “oficios” que complementan la vida marginal que vivió: primero en su país, luego como exiliado político en Canadá y los Estados Unidos, donde finalmente se dedicó a robar iglesias hasta que fue apresado. [44] En el caso de Montenegro se insiste en la condición marginal no sólo de su vida, sino de la misma condición en que se ha insertado parte de su literatura, como la novela Hombres sin mujer. Sobre ésta se afirma, en el libro, “que abrió los límites del género para darle entrada a una lengua que hacía añicos las sagradas escrituras del castellano durante la límpida década del 30” (52). Esto hizo que la suya fuera “una escritura transgresiva en la medida en que produjo un mapa preciso de las fronteras, de las leyes de la literatura establecida” (53).  

No pretendo poner en discusión los juicios anteriores sobre una figura y obra literarias. Tan sólo me interesa destacar aquí cómo el discurso crítico las dispone –y los dispone a obra y figura literarias– dentro de la tesis del sujeto marginal, del sujeto confinado, y con él su literatura y lengua trasgresoras. Su disposición se pudiera leer, usando una especie de licencia crítica, a los autores y obras señaladas como si fueran Textos. Si la aceptamos, nos podrá ser más fácil advertir de qué forma la narración pondrá en escena estos Textos, asimilará las mismas propiedades o características que el crítico les atribuye a esos Textos, es decir, a los autores y las obras mencionadas, en una especie de juego de asimilación discursiva, donde el discurso crítico asimila el de su objeto de estudio. 

Por si nos da el tiempo alberga en su escritura dos modos de producción de literatura: el de la crítica y el de lo artístico –el de la no ficción y el de la ficción, dicho de otra manera más tradicional. ¿Cómo ocurre tal contaminación en un texto que apunta hacia dos órdenes discursivos que la tradición contrapone? El asunto, repito, no estriba en estar convencidos de una contaminación o cohabitación de la crítica y lo literario en una misma escritura (fenómeno que no es excepcional, y que basta leer el libro para convencerse de ello), sino en el modo en que opera esa relación entre uno y otros discursos. Sólo así se puede salvar la mera cuestión de la identidad genérica y llegar más allá, hasta los extraños movimientos discursivos de lenguaje en un único espacio textual, hasta la plenitud de significados que encierra la disposición de Textos diversos pero comunes en una misma escritura, en un mismo espacio textual, en un mismo texto: el de Julio Ramos. 

A medida que va transcurriendo la narración, comienzan a aparecer los nombres que conformarán el sistema de personajes: junto con Julio Ramos, el entrevistado, aparecen Santiago Lavoe, el entrevistador, y Ana, la amante de éste. A ellos habría que añadir el personaje de Jenine, una prostituta cubana que aparece en medio del encuentro y, según se deja entrever, debió de haber tenido más o menos estudios literarios (aunque a esas alturas la literatura le interesara poco). [45] Y como fondo, Pepón Arroyo, primo hermano del primero. Conviene señalar, antes de seguir, las funciones que desempeñan estos personajes y no perderlos de vista dentro de las marcas valorativas que se desprenden de la esfera del discurso crítico que, por otro lado, propone el libro. Los dos puertorriqueños, el chileno y las cubanas están signados por el viaje, la mudanza, el cambio y la experiencia de habitar espacios liminales, fronterizos. Todos son, en esencia, sujetos desplazados, sujetos marcados por la errancia, y en ellos se van a proyectar, a visualizarse, a performativizarse los Textos que he señalado anteriormente. 

Quiero comenzar con Pepón Arroyo, “el enigmático nómada boricua” (23), quien termina siendo el pre-texto de los Desencuentros de Ramos. Primero que todo, porque el propio narrador Julio Ramos ofrece la evidencia de la estrecha relación que guarda su experiencias vitales con las de él, cuando expresa que en una estancia suya en Quito, estuvo “tratando de atar los cabos sueltos de su vida para una biografía que en realidad sería la historia de mi propia vida” (23) Es la historia oculta. De hecho, Julio Ramos quiso dedicarle Desencuentros a raíz de su muerte, pero ya el libro estaba en proceso avanzado de impresión. En Pepón confluirá la figura del desplazado, pero también la del marginal. Más allá de si es o no una figura real, aparece referido en Por si nos da el tiempo como otro personaje en que se monta la historia del errante, del sujeto inmigrante. Él abandona su tierra natal, Puerto Rico, para radicarse en Ecuador, en un hotelucho de mala muerte en la ciudad de Quito, donde “se dedicó a negocios más turbios, ligados a un grupo de esmeraldinos exiliados en Quito, pájaros de mar en tierra, delincuentes menores animados por grandes sueños, según la versión del primo”.(84) Allí desenvolverá una vida no menos misteriosa como marginal, que será desconocida para la familia y originará las tantas versiones que sobre su existencia se tejió para que, al final, “nadie en la familia, ni yo mismo, [conociera] la verdadera historia de las peripecias clandestinas de Pepón Arroyo [...] a lo largo de los veinticinco años de evasión” (86). Como se puede apreciar, en su figura de personaje se visibilizan las experiencias de Alberto Mendoza, pero igual vislumbra el lado marginal de Carlos Montenegro. 

Ahora, entre Santiago Lavoe y Julio Ramos se advierten signos que los identifican a ambos en un mismo campo semiótico. O, quizá, sería mejor precisar que en la figura de Santiago Lavoe se advierten signos que permiten considerar a este personaje como una extensión del autor. Tal vez un alter ego particular, pero alter ego al fin. En el análisis del nombre se descubren marcas significativas: Santiago, que recuerda el nombre de la capital de Chile; y Lavoe, apellido que remite a un famoso cantante de salsa puertorriqueño: Héctor Lavoe. La conjunción de estos nombres en el personaje intenta destacar esa doble identidad en un plano que escaparía a muchas personas; identidad hacia un Chile con el que su autor ha tenido vínculos estrechos. Recuérdese también, como se ha mencionado antes, que la creación original del personaje apócrifo pudo haberse debido a que su “historia” se insertaría en el contexto del lector chileno. Por otro lado, con el apellido Julio Ramos tal vez buscara engarzar al sentido chileno un sentido otro: como si insistiera en desviar el significado hacia la identidad puertorriqueña. En el nombre, elemento significativo de la narración, coexisten, se cruzan dos identidades nacionales. Pero más allá del nombre, otros indicios pueden conducir hacia la idea del alter ego sin necesidad de que el autor del libro, Julio Ramos, lo confirme. Como él, Santiago Lavoe es alguien que gracias “a una que otra beca universitaria o de investigación histórica [puede] viajar con frecuencia” (16). Manteniéndonos en las declaraciones de Desencuentros… y Paradojas…, allí se pueden conocer las numerosas becas universitarias y de investigación con que Ramos ha podido viajar con frecuencia por Chile, Argentina, Cuba, Venezuela o Ecuador para impartir conferencias o investigar. Otra característica de Santiago Lavoe alcanza puntos de contacto con la constitución del sujeto Julio Ramos: Lavoe parece extranjero en su propio país (18). Idea que no sólo apunta a una configuración extraña, diferente, a lo chileno, sino también a la misma configuración de Julio Ramos dentro del territorio de los Estados Unidos, donde reside y donde, si bien su estatus jurídico es estadounidense –porta pasaporte de ese país–, el origen suyo lo delata y subvierte o trastoca esa ciudadanía.  

Como bien afirma Enrique Foffani, Por si nos da el tiempo “deja ver el procedimiento que lo sostiene”, cuando en uno de sus apartados la voz de Santiago Lavoe define la estrategia discursiva que presenta el libro, basada en el diálogo y la entrevista, el encuentro de voces diferentes. Esta constitución dialógica y autorreflexiva será marca distintiva, y así lo expresa Santiago Lavoe cuando argumente por qué se ha decidido por el género menor de la entrevista: “máquina diseñada para registrar inflexiones vernáculas evanescentes (...): acentos, tonos, tesitura de la voz y sobre todo marcas de lo innombrable: aquella cosa que deja su rastro en los silencios, en la elipsis, o en la puntuación del discurso” (39). El diálogo que se establecerá, entonces, hará visible justamente lo que la crítica ha escondido. Sólo de esa manera dialógica, reitero, permitirá extraer y sacar a la luz exactamente lo que le era vedado al discurso crítico, cuyo sujeto que lo sustenta se tiene que esconder en una palabra que elimina la señal del Yo y de su personalidad. Al final, Por si nos da el tiempo, en medio de su polémica constitución ficticia, intentará rescatar esa figura, la que realmente escribe la crítica y que no deja, en este caso, de estar atravesada por conflictos y contradicciones, por los recuerdos de un nombre y la historia de un errante y desplazado: Pepón Arroyo. ¿Sería posible aceptar desde un primer encuentro que tales señales personales, con la consiguiente carga de conflictividad, pudiera aparecer desde el mismo comienzo, por ejemplo, de Desencuentros… o de Paradojas…? No creo que el autor pudiera permitirse tales lujos “literarios”. Estaría en juego ya no la identidad, sino la credibilidad del género crítico y de todo lo que expone, de la “verdad” que busca componer en su escritura, tras las lecturas que realiza de sus objetos de estudio. 

Desearía destacar ahora un tropo que es eje esencial en la construcción del espacio narrativo. Se trata del hotel, que es uno de los más fuertemente constituidos a lo largo del relato crítico, mientras se van componiendo los signos que conforman esta imagen. “Sabes, Santiago, creo que hay literaturas de paso que responden a un impulso hotelero incontenible”, dice al comienzo del libro Julio Ramos, para luego ir armando en una reflexión crítico-literaria esa figura del hotel, del espacio del hotel que, primero que todo, se da a ver como una zona de tránsito y un lugar emblemático de la cultura moderna. Así se señala cuando se mencionan a escritores como Pynchon, Fitzgerald, Martí y Sarmiento, quienes habitaron, en determinados momentos de sus vidas, estos espacios y desde ellos produjeron parte importante de sus obras o reflexionaron, como los dos últimos, sobre ellos. Resulta muy relevante la imagen que se recuerda del encuentro que tuvieron en un hotel de San Juan y antiguo convento Fina García Marruz y Pedro Pietri, de estéticas tan diferentes que quizá no de otra manera hubiese sido posible que ambos pudieran cruzarse físicamente: “Dos tradiciones tan lejanas –y fíjate, Santiago, armadas en el interior de la misma lengua– apenas se tocan y se acarician en un lugar de tránsito y arriba de eso medio apócrifo.” (26). Y en una línea similar desemboca la referencia a los encuentros entre Virgilio Piñera y José Bianco en el mismo Habana Libre que ahora, y no por gusto, le sirve a Julio Ramos de espacio narrativo, de zona de encuentro entre dos intelectuales. Lo notable de todo lo anterior es descubrir que la lectura crítica de Julio Ramos no se detiene en la textualidad o la obra de los autores mencionados. Él se da cuenta, y el libro mismo da cuenta, de una otra trama que se esconde en todos ellos, trama que también hacen otra “literatura” la mayor parte de las veces sepultada por los análisis que la tradición crítico-literaria ha destilado sobre sus obras, incluidos, por supuesto, los que se albergan en Desencuentros… y Paradojas… 

Alineado este tropos con la imagen de los encuentros entre las figuras literarias, el relato crítico también pone en escena, performativiza o se construye en estos espacios de tránsito que a su vez son dibujados como zonas liminales, zonas del y al margen. De esta misma manera participan Santiago Lavoe y Julio Ramos, dos sujetos que siempre están de viaje. Nótese, por otra parte, que el relato se construye en el espacio del hotel. Es aquí donde ocurre el encuentro entre ambos, donde se desarrolla la entrevista.  

Pero es también el hotel el lugar por el que transita Jenine, el personaje que por su misma configuración se encuentra en la zona de lo transgresivo. Sujeto de lo marginal, del desvío, de lo que está fuera de la ley (en este caso la cubana), la jinetera se desplaza por este espacio y llega a enfrentarse con la autoridad policial. Ahora, en la estela de las figuras que se constituyen como sujetos marginales o confinados, aparece también Carlos Montenegro, cuya vida y obra, comenta el narrador, fueron tema de estudio, un proyecto fallido de libro. Jenine y Montenegro son imágenes que desde la ficción –ella– y la crítica –él– desarrollan una especial analogía. Lo que se expresa del segundo, se pone en escena en la primera, en tanto representa la transgresión de unas leyes establecidas. Jenine, junto con Ana, por otro lado, performativizan los Textos o discursos que la crítica construye no sólo alrededor del Carlos Montenegro, sino también del Alberto Mendoza mencionados anteriormente.  

Líneas arriba hablaba de desplazamientos, y creo que es ahí precisamente donde sobresale otra de las marcas que no se pueden dejar a un lado. No por gusto se suscribe en la contracubierta del libro, en primera instancia y casi en primera línea, que la radicalidad del libro está sostenida “por la enrancia”. Errante es el sujeto Julio Ramos; desplazado, diferente (en el sentido que le gustaba a Derrida). Pero errantes son los otros sujetos –los nombres que se trabajan desde la crítica, lo que de otro modo puede llamarse como lenguaje objeto– que se instalan en el enunciado del libro, sujetos rehechos como objetos de estudio, que para Julio Ramos siempre lo fueron: José Martí, Alberto Mendoza, Carlos Williams, Sarmiento o Carlos Montenegro.  

Al final, todos, personajes de ficción o no, se representan como figuras literarias, incluido el propio Julio Ramos, desencontradas, paradójicas, plenas en sus contradicciones, en sus irregularidades. Figuras dentro de un juego discursivo desencontrado, paradójico, contradictorio, todo lo cual le aporta valor al hecho artístico-crítico-literario, al artefacto que es el libro, artefacto crítico. El libro se monta sobre estas figuras, al tiempo que el lenguaje –no importa ya si metalenguaje o lenguaje objeto– opera el montaje de las figuras dentro del libro. Lo que provoca que todo él adquiera una consistencia y un espesor en cierto modo “confuso”. De cierto modo, dichas figuras se proyectan sobre las que dirigen la lectura crítica, pues son sus voces las que entran en un diálogo rector, en primera instancia, de lo que poco a poco se va perfilando en el libro, o, para mejor decir, de lo que paulatinamente se va figurando en el diálogo entre Santiago Lavoe y Julio Ramos. Aquí uno puede hallar una encrucijada: ¿Es el libro el testimonio biográfico literaturizado de Julio Ramos, el cual se ilustra a través de las referencias biográficas de las otras figuras literarias? ¿O es un libro de crítica literaria que de manera sui generis le brinda al lector temas y tesis como el de los desplazamientos (cualesquiera sean las formas de desplazamiento: literarios, políticos, sociales, lingüísticos); las posiciones liminales, laterales, marginales de una(s) cultura(s) y de los sujetos que la conforman? 

No estaría muy lejos de la verdad si se afirmara que casi todos los lectores desandarían el primer camino. Mientras que el segundo no sería más que una aventura. Creo que ambos caminos son posibles y no niegan, al final, el valor del libro. Tal vez lo ideal sería hallar un punto de confluencia: un espacio para todas las lecturas posibles. Consciente de la posibilidad de caer en una ficción, no obstante insistiré en la aventura última que implicaría la segunda interrogante. Porque después de todo, Por si nos da el tiempo cae en un desvío: el de la subversión o reversión de un esquema discursivo tan “disciplinado” como el de la crítica de la que Julio Ramos ha sido partícipe y muestra en sus producciones escriturales anteriores. 

He aquí la extrañeza que provoca y que, como ya dije al comienzo, no está sola. Tiene otros compañeros en el contexto latinoamericano. Lo interesante es ver cómo sujetos de la crítica, atados en un momento al discurso especializado, objetivo y disciplinado de la investigación, abren otras posibilidades en la escritura crítica, comienzan a incursionar justamente en un terreno que antes se evitaba, el terreno que antes sólo tenían como objeto de estudio. Despierta la atención la escritura de unos investigadores y docentes, que se fundaron en los ámbitos de la Academia y bajo sus reglamentos de impersonalidad y objetivización, para desviarse hacia la ficción, hacia lo específicamente literario, hacia la narración y construcción de un espacio narrativo y cruzado de personajes literarios que dialogan con personajes reales. 

Por si nos da el tiempo comienza con un viaje. Es lo primero que se lee al abrir las páginas, justo en el párrafo con que abre lo que será un relato crítico acerca de viajeros que, de un modo u otro, estarán marcados por la experiencia del límite, de la marginalidad. Martí en Nueva York; Alberto Mendoza en los “oficios” de poeta, guerrillero y ladrón; William Carlos Williams en los límites de dos lenguas (una mayor y otra menor, la del poder y la subalterna, el inglés y el español); Carlos Montenegro entre el desvío y la rectitud, es decir, entre una escritura “nacionalizada” y otra que había sido “transgresiva en la medida en que produjo un mapa preciso de las fronteras, de las leyes de la literatura establecida”. 

Estas figuras literarias configuran el campo semántico, los sentidos o las significaciones del narrador –léase, de nuevo, Julio Ramos–. El de él y el del libro, hasta el punto de que Ramos los prefigura en una ficción, de modo que leyéndolo a él se los lee a ellos, y leyendo sobre ellos se lo lee a él: los pone en escena tanto como se pone él mismo en escena.  

En todo caso, lo que publicó en 2002 un caribeño cuyo lugar de origen ha quedado desplazado, pudiera “modelar” una respuesta a la pregunta por la poscrítica. Pero no única. En ella la ficción se constituye en eje central, pero no la define. Si la poscrítica atraviesa el terreno de la crítica para instalarse en el de la ficción, no lo hace sino para actualizarlo en la escritura, para performativizar y poner en escena las claves del objeto de estudio. Habla como él. Se expresa como él. Un discurso que no sólo da a conocer los rasgos que pudieran definir al objeto de estudio, sino que en él mismo se dan a ver esos rasgos, él mismo da a verlos.



[1] Tal palabra, que pretendo acomodar a mi propio discurso, la tomo, pero con otro sentido, de una anécdota que me contaron. Reunidos en cierta ocasión varios críticos culturales e investigadores, uno de ellos propuso, en tono jocoso y ante la proliferación de transdisciplinas e interdisciplinas en los estudios contemporáneos, pensar o fundar una indisciplina dentro del espacio académico actual. La broma esconde un juego serio. Pero el mío sólo se basa en el término y no en el concepto que se puso en juego, valga la redundancia, en dicha reunión.

[2] Alejandra Laera: “La imaginación poscrítica”, Página/12, 8 de abril de 2003, www.pagina12.com.ar.

[3] Enrique Foffani: “Por si nos da el tiempo”, Clarín, 29 de marzo de 2003, www.clarin.com.

[4] Eduardo del Llano: “El pez que escribe”, Revolución y Cultura, Cuarta Época, Año XLI, No. 1, enero-febrero de 1999, p. 49.

[5] Rufo Caballero: “El desierto del olvido y los paisajes del deseo”, Revolución y Cultura, Cuarta Época, Año XL, No. 4, julio-agosto de 1998, p. 47.

[6] Noé Jitrik: “La productividad de la crítica”, Alberto Vital (ed.): Conjunto. Teorías y enfoques literarios recientes, UNAM-Universidad Veracruzana, México, D.F., 1996, p. 361.

[7] Confieso, a estas alturas, mi urgente preocupación por esta definición, aun cuando lo es más la de ciertas prácticas discursivas en la propia crítica. Aunque con intermitencias impuestas por diversos compromisos, desde 1999 vengo trabajando el tema de la poscrítica, especialmente en el terreno latinoamericano. Y no pocas veces he sido interpelado por personas que saben de mi trabajo y me han preguntado directamente, sin mediación alguna, ¿qué es la poscrítica? En realidad, lo que escribo intenta responder esa pregunta de la mejor manera posible.

[8] Cf. Gregory Ulmer: “El objeto de la poscrítica”, La posmodernidad, selección y prólogo de Hal Foster, Colofón S.A., México, D.F., 1988; y Leyla Perrone-Moisés: “La intertextualidad crítica”, Intertextualité: Francia en el origen de un término y el desarrollo de un concepto, sel. y trad. de Desiderio Navarro, UNEAC-Casa de las Américas, La Habana, 1997.

[9] Se hace evidente que lo que reflexiono hic et nunc necesita más espacio. Su espesor obliga no a capitular, sino a extender mi palabra y buscar, por tanto, cómo se fundamenta el firmamento de esta epistemología posmoderna. Pero hago la salvedad de que sólo estoy presentando un tema que, reitero, merecerá futuras consideraciones.

[10] Cuando en cierta ocasión le preguntaron a Ricardo Piglia qué pensaba de aquellos que hacían de la crítica un acto de creación, respondió con el mismo exergo que abre su volumen de Crítica y ficción: «Por un lado, a mí no me gustan los críticos que al escribir hacen literatura. Aquellos en que se nota su voluntad de hacer estilo. Como ejemplo le pongo a Roland Barthes. Gombrowicz ataca eso cuando dice “No hay que hablar poéticamente de la poesía”; y, ante la interrogante de cómo el crítico debía hablar, añadía: a “la poesía hay que desmontarla como si fuera una máquina. Hay que desarmarla, hacer de cuenta que es una pequeña máquina verbal que produce un efecto maravilloso. Ver cómo está construida. Ésta me parece una actitud productiva, mientras que no estoy cerca ni me interesan aquellos críticos que hacen como una paráfrasis. Una especie de réplica de lo que están analizando”. María Esther Gilio: “Del autor al lector”, entrevista a Ricardo Piglia, suplemento Radar del periódico Página/12, 15 de octubre de 2006, www.pagina12.com.ar.

[11] Porque la crítica deja sus huellas, sus marcas personales en el transcurso del análisis. A la vez que la crítica toma como objeto de estudio un texto o un conjunto de textos y autores, y no otros, visibiliza esa “personalidad”, ese “subjetividad” y los exactos intereses del Yo en el discurso crítico, con su marca estilística y literaria reducida casi a nada y, en aras de la objetividad, aparenta neutralizar.

[12] Graziella Pogolotti: “La emancipación del sujeto crítico”. Palabras leídas en un panel sobre la crítica literaria contemporánea. Inédito.

[13] También esta práctica aparece en textos de otros autores que no se mencionan aquí pero que han sido objeto de mi investigación, como Severo Sarduy o Carlos Rincón.

[14] Fernando Curiel: “Estudios literarios (Institución e intuición)”, Alberto Vital (ed.): Conjunto. Teorías y enfoques literarios recientes, UNAM-Universidad Veracruzana, México, D.F., 1996, p. 519.

[15] Alicia Ríos: “Los Estudios Culturales y el estudio de la cultura en América Latina”, Daniel Mato (coord.): Estudios y otras prácticas intelectuales latinoamericanas en cultura y poder, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales-Universidad Central de Venezuela, Caracas, 2002, p. 253.

[16] Alicia Ríos: Op. cit., p. 253. Énfasis del autor.

[17] Excepto dos, que se remontan a los años comprendidos entre 1981 y 1986.

[18] Género literario, este último, al que Ramos le dedica gran parte de su trabajo investigativo, por ser instrumento de la retórica del consumo y dejar las huellas, justamente, del diseño de la sociedad moderna. “La crónica”, escribe Ramos en Desencuentros…, “en tanto forma menor, posibilita el procesamiento de zonas de la cotidianidad que en aquella época de intensa modernización rebasaban el horizonte temático de las formas canónicas y codificadas.” (112) Así, la crónica “estetiza” el mercado, los objetos de lujo, pero también lo grosero y vulgar de las masas obreras; y la “estilización en la crónica transforma los signos amenazantes del ‛progreso’ y la modernidad en un espectáculo pintoresco, estetizado. [Obliterando] la ‘vulgaridad’ del hierro, la máquina es embellecida.” (114) 

[19] Uno de los momentos clave de este “conflicto” o ruptura, argumenta Ramos, es visible cuando Bartolomé Mitre y Vedia, entonces director de La Nación de Buenos Aires, le recrimina a José Martí por una crónica en exceso literaturizada, sin tener en cuenta el hecho de que es un texto dirigido para su comercialización, para el mercado.

[20] Conviene recordar algo que Ramos expresa y que apunta hacia ese privilegiado lugar que el ensayo irá ocupando en el transcurso del siglo xx: “La forma del ensayo representa el lugar ambiguo del literato ante la voluntad disciplinaria que distingue la modernización. El ensayo –oscilando entre el modo expositivo y argumentativo, y la imagen poética– consigna, en su propia disposición formal, la relación paradójica, de emulación y condena, de los escritores ante la especialización. El ensayo –entre la poesía y la ciencia, como argüía Lukács– se resiste a la norma de pureza discursiva, a la reglamentación de los discurso especializados.” Julio Ramos: Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo xix, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1989, p. 215. Me interesa destacar estas observaciones en torno a un género y sus características, pues luego tendrá mucho que ver con la propia formación discursiva ensayística del autor, y especialmente por la “(con)vocación” hacia géneros considerados “menores” de Por si nos da el tiempo.

[21] Julio Ramos: Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo xix, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1989, p. 152.

[22] Y agrega, además, que “(...) no deja de ser significativo que desde la época de [la publicación de Facundo] se haya problematizado la función ‘literaria’ (...) para oponerla a la autoridad –y al imperativo– de un discurso ‘verdadero’ o ‛histórico’”, destacando las interpretaciones que, como las de Valentín Alsina, relaciona los «defectos» del libro con “sus proliferantes deslices literarios”. Cf. Julio Ramos: Desencuentros de la modernidad en América Latina, ed. cit., p. 28. Por otro lado, mantengamos en nuestra mente la idea que opone, ya desde el xix, el discurso de lo “verdadero” y lo “histórico” con el discurso literario. Sin duda, binarismo u oposición que todavía hoy sigue vigente y que es una de las razones por las que textos como Por si nos da el tiempo sean “problemáticos”, originen confusiones ante la crítica y la “sorprenda”.

[23] Rafael Castillo Zapata: “Don de la crítica /crítica del don”, prólogo a Paradojas de la letra, Universidad Andina Simón Bolívar-Ediciones eXcultura, Quito-Caracas, 1996, p. ix.

[24] Rafael Castillo Zapata: Op. cit., p. x.

[25] He de advertir, aunque más adelante se hable al respecto, que su labor docente e investigativa se expande por toda el área geográfica de América.

[26] Cf. Alejandra Laera: Op. cit.

[27] Néstor García Canclini: Latinoamericanos buscando lugar en este siglo, Paidós, Buenos Aires, 2002, p. 13.

[28] Ricardo Piglia: “La lectura de la visión”, Crítica y ficción, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1986, p. 12. Citado en Ellen MacCraken: “El metaplagio y el papel del crítico como detective”, Jorge Fornet (ed.): Ricardo Piglia, Instituto Caro y Cuervo-Fondo Editorial Casa de las Américas, Santafé de Bogotá-La Habana, 2000, p. 110.

[29] Los nuevos paradigmas bien pudiera ajustarse a estas palabras de Piglia en las que responde que el crítico es “el que registra el carácter inactual de la ficción, sus desajustes respecto al presente”, el que pone al descubierto “las relaciones entre la historia y la literatura, entre la ficción y la sociedad”; cf. “Conversación con Ricardo Piglia”, Jorge Fornet (ed.): Op. cit., p. 40.

[30] Cf. “Conversación con Ricardo Piglia”, Jorge Fornet (ed.): Op. cit., p. 31.

[31] Cf. “Conversación con Ricardo Piglia”, Jorge Fornet (ed.): Op. cit., p. 36.

[32] ¿Sería posible que Canclini no desee articular en su escritura lo que en cierta ocasión expresó sobre las entrevistas de Ricardo Piglia –con seguridad las de Crítica y ficción–, cuando afirmara en 1989 que “Tal vez Piglia sea, después de Borges, quien mejor ejerce en las entrevistas la tarea de ficcionalizar las afirmaciones personales, confundir la diferencia entre discurso crítico y ficción”? Cf. “Otras opiniones”, Jorge Fornet (ed.): Op. cit., p. 40.

[33] No se atrevió a citar a Emilio Renzi, sino al personaje Emilio Renzi.

[34] Remito a las reseñas de Alejandra Laera y Enrique Foffani. Ambos insisten en esa condición crítica: una alternativa al ensayo latinoamericano desestabilizando las fronteras genéricas mediante una salida narrativa, como sugiere Laera; o un texto en el que confluyen la ficción y la crítica sin llegar a la simbiosis, como advierte Foffani.

[35] Confieso que también corro el riesgo de que “este estudio sea, de algún modo, una ficción”.

[36] Julio Ramos: Por si nos da el tiempo, Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 2002, p. 15. En lo adelante citaré por esta edición y la referencia a las páginas se indicará entre paréntesis.

[37] La entrevista, confiesa el narrador, “tenía mucho que ver con la curiosidad, con el impulso a descubrir algo de mi vida que no estaba explícito en los libros” (48).

[38] No quisiera pasar por alto esta relación entre Los raros y Los más raros todavía. En el primero, Darío in­cluye a José Martí, en un gesto que nota el interés que el poeta nicaragüense tiene por la “rara” personali­dad de Martí. El ficticio e inexistente libro de Santiago Lavoe, por su parte, incluye al personaje de Julio Ramos. De una manera quizá velada, hay una especie de comunidad y asociación entre las figuras de Martí y la de Ramos. Pero hay que señalar que no significa una equivalencia total entre los dos. Lejos está Ramos de querer monumentalizarse, equipararse y hacerse ver como un Martí del siglo xx. Algo, por otra parte, a lo que él mismo no desea dar cabida en su persona. No estamos hablando de que la talla martiana quepa dentro del talle de Ramos. Este correlato “libresco” pudiera establecer una equivalencia entre dos “rare­zas”, pues en definitiva y salvando las distancias, ¿qué cosa no ha hecho Julio Ramos sino escribir su obra casi en similares condiciones de emigración y “exilio”, viajes y desplazamientos no sólo geográficos, sino también lingüísticos?

[39] Se aclara, más adelante, que la entrevista apareció como epílogo y, para evitar confusiones, con el título de “Una historia apócrifa” en la edición de Desencuentros… que publicó en 2002 la editorial Cuarto Propio, de Chile. Y se llama la atención –lo hace el narrador– con la siguiente aclaración: “Porque la verdad es que algunos amigos comenzaron a pensar que [yo, Julio Ramos] era incapaz de ejercitar aquella prosa declarativa, el dispositivo pedagógico y los géneros de la verdad.” (47).

[40] El tema del silencio es clave. Por si nos da el tiempo reitera una y otra vez borraduras, elisiones, elipsis, omisiones y verdaderos silencios declarados por el narrador e indicados, luego, en la propia entrevista por puntos suspensivos. Sin embargo, el libro tiene la intención de contar la historia que quedó silenciada, omitida en Desencuentros…. Por otro lado, a un libro que pasa buena parte de su escritura manifestando que esto se borró, que aquello se omitió, que esotro no puede salir y que deberá permanecer velado, le resulta contradictorio que exprese que tiene la intención de develar lo que antes no apareció escrito en Desencuentros.

[41] Vale aclarar que el segundo de los textos que cito fue incluido como prólogo a un libro de poesía.

[42] Sin obviar, por supuesto, la meta o la finalidad histórica a la que se había lanzado: empujar una Guerra Necesaria para alcanzar la independencia jurídica, política, social y económica de Cuba.

[43] “El proceso de Alberto Mendoza: poesía y subjetivación”, Revista de Crítica Cultural, No. 13, 1996. El ensayo, además, aporta juicios sobre el tema futuro de los estudios culturales y literarios latinoamericanos y los retos a enfrentar.

[44] Su labor como poeta entra en juego a raíz del juicio que se le siguió por robo y homicidio. Al ser Julio Ramos convocado como especialista literario, se intentaba hacer valer la palabra de la poesía, es decir, la palabra literaria de Mendoza, para atenuar los cargos que se le imputaban.

[45] La marca de su condición de estudiante, incluso universitaria, se puede descodificar pues se anota que tuvo un profesor de apellido Redonet –que coincide con Salvador Redonet Cook, profesor de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana– quien le enseñó, “seguro que en broma”, que los versos “Pugnamos ensartarnos por un ojo de aguja”, “Tú me manqueas apenas pululando” y “Pues vamos cuelvo a fecundar tu cuelva”, del Trilce de César Vallejo, pertenecían a Severo Sarduy. Los dos primeros del poema XXXVI; el tercero de “Intensidad y altura”, aparecido en Poemas humanos. Nótese en este margen de (supuesto) error, a la hora de citar los últimos versos, un juego productivo con la lengua al invertirse la pronunciación de la r por el de l, en cuervo por cuelvo, fenómeno típico del español de Puerto Rico. Como un guiño de Jenine a Ramos, y de Ramos al lector, a la vez que una inversión de valores lingüísticos y de un buen saber decir y un buen hablar (la lengua). 


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