La reflexión sobre la “identidad” ha sido una de las obsesiones recurrentes, una de las “neurosis” –al decir de Gerardo Mosquera– que han marcado al arte latinoamericano moderno y contemporáneo en los últimos cien años. Esas obsesiones no han sido ajenas al devenir reciente del arte centroamericano y costarricense, donde se mezclan las interrogantes sobre lo identitario, tanto en el ámbito personal como regional.
La exposición Dis-Local, del artista costarricense Javier Calvo, parece colocarse en los márgenes de esas obsesivas preguntas, tomándolas en cuenta y actualizándolas, pero a la vez intentando poner en entredicho esa perenne necesidad de una suerte de “fijación ontológica”, al colocarlas en otro espacio de interacción no solo histórico y cultural, sino individual y corporal, estético y representacional. No es causal entonces que, en el contrapunto que propone este artista entre esas ciertas obsesiones –o neurosis– del “ser” costarricense y la constante interacción que se ha establecido en los últimos años con el devenir del arte centroamericano contemporáneo, el tema de la “blanquitud” o “excepcionalidad” de la llamada Suiza centroamericana, emerja como una de las interrogantes de ese devenir, sea a nivel regional o cuando reflexiona sobre el contexto nacional.
Esta conflictiva interrelación entre ciertos mitos de “blanquitud” y ese “otro” mestizo o indígena, así como los vínculos de poder y manipulación que ello ha implicado, histórica o actualmente, se evidencia en otras piezas como Sin voz, en la que a través de un audio donde una mano da golpes para interrumpir el sonido de la boca, se asume la parodia de cómo ciertas culturas hegemónicas han percibido a los “pueblos bárbaros”. En el contexto específico de Costa Rica, este es también un sonido que suelen hacer algunas hordas –verdaderamente bárbaras– de fanáticos del fútbol, cuando su equipo juega con países centroamericanos, en prepotente –y patético– signo de aparente “superioridad”.
Esa reflexión sobre ciertos mitos de la “blanquitud” tica, también se evidencian en la intervención con talco –a modo de parodia de “blanqueamiento e higienización”– sobre la escultura de Pablo Présbere, un líder de las poblaciones originarias en la zona Talamanca-Limón (dónde se encuentra también, mayoritariamente, la población negra en Costa Rica), que a inicios del siglo XVIII fue decapitado por las autoridades españolas, como “escarmiento” por su rebeldía, pero que hoy es uno de los fetiches de ciertos poderes políticos para la conmemoración del antes llamado “Día de la Raza”, y hoy renombrado con eufemismo “Día del Encuentro de Culturas”.
En relación a ese “otro”, en este caso centroamericano, Dis-Local nos propone también una interacción entre tres piezas, en las que dialoga lo regional y nacional, pero en estrecho vínculo con lo individual y corporal. Así, en una de esas propuestas una escritura-dibujo en proceso, se apropia del emblemático documento “Los nublados del día” (acta histórica de inicios del siglo XIX relacionada con la independencia de Costa Rica y sus conflictivos vínculos con el resto de Centroamérica, donde al parecer se comienzan a forjar algunos de los rasgos del supuesto carácter diferente, “excepcional”, de Costa Rica). Este dibujo-texto en proceso se encuentra frente a un minúsculo mapa en negro del territorio costarricense, y al lado de un video-performance con la imagen del mismo artista auto-señalando obsesivamente con el dedo índice el lugar de Costa Rica en un mapa de Centroamérica, marcado en el pecho mediante exposición solar, que nos evidencia ese carácter representacional pero a la vez efímero de lo identitario, donde lo corporal y lo gestual se con-funden con lo histórico y cartográfico, para condicionar las estereotipadas percepciones que poseemos sobre un fenómeno tan complejo como difuso.
No es casual tampoco que esa reflexión sobre la “identidad” nacional en contrapunto a la regional, aborde otra obsesión latinoamericana y centroamericana de los últimos años, que en este caso pudiera considerarse “geopolítica”. Esas búsquedas pudieran localizarse en piezas como Tres caravelas, otro autorretrato foto-sonoro del artista, esta vez de espalda, donde contrapone irónicamente un tatuaje textual sobre su cabeza (en este caso con los nombres emblemáticos de los barcos en que arribó Colón a estas tierras), donde los significados de “carabela” (barco) y caravela (cráneo) se superponen lingüísticamente, en una suerte de parodia de memoria implantada, que funciona aquí como contrapunto al apacible horizonte y sonido de mar que percibimos.
La otra pieza, muy diferente en su formato, pero que de algún modo se puede percibir como una contra-lectura geopolítica de esta muestra es El centro siempre está en el centro, que a partir de tres esferas suspendidas pero juntas, marcadas textualmente como “Sur-Centro-Norte”, pueden ser accionadas por el espectador, pero que en sus rejuegos de des-balances y des-equilibrios entre ellas siempre irán a dar, inevitablemente, al centro.
Estas reflexiones sobre los dilemas de lo “identitario” alcanzan un giro diferente y se vuelven -a mi entender- mucho más sugestivas y novedosas, cuando se desplazan del transitado y agotado(r) espacio de las reflexiones geopolíticas, con su conocida saga de estudios poscoloniales y/o subalternos, hacia ámbitos que conjugan referentes visuales y estéticos, a la vez que corporales y gestuales, en torno a las paradojas mismas de la representación.
De tal modo, piezas como el tríptico Degradación, que se sitúa ambiguamente entre la fotografía y la pintura, entre el close up de la foto macro y la pintura semi-abstracta, e insinúa a la piel como bastidor y soporte entre detalles corporales –vellos, lunares, manchas– y la degradación de la representación misma, nos coloca en un territorio dual que se acerca a la reflexión sobre la “blanquitud”. Aunque tal vez nos propone también un contrapunto a la tradición del modernismo estético en su sentido más “puro” (de Kant a Greenberg, de Malevich a Reinhardt), estableciendo una sugestiva y necesaria – casi nunca lograda– tensión dialógica entre estética y política, visualidad y corporalidad, en tanto caras de una misma moneda, como lo propone Jacques Rancière cuando se refiere a los llamados “regímenes estéticos del arte”.
Otras piezas de esta exposición se posicionan dentro de esos cuestionamientos al ámbito de la representación, donde lo estético se mezcla con referencias históricas y culturales, a la vez que corporales y gestuales: desde Dis-Local, un políptico de fotografías donde se evidencia el proceso de disolución de la inscripción temporal del mapa Centroamérica en la piel del artista; o Paisaje natural, otro políptico que apela a la degradación del dibujo paisajístico, también sobre la piel; hasta Nublados del día, un conjunto de acuarelas que toman como pretexto el emblemático Monumento Nacional para realizar una reflexión a medio camino entre lo histórico y lo visual, la figuración y la abstracción, en una suerte de narrativa de la disolución donde la mancha abstracta o informe se presenta como resultado final, pero que –paradójicamente– se reconstituye en figuración o representación mimética, si asumimos esa narrativa en un sentido contrario.
Ahora bien, el otro núcleo duro que detecto en torno a la representación misma en esta muestra, es el asociado a los actuales vínculos –contradictorios, complejos– entre realidad, percepción y tecnologías en la cultura y la visualidad contemporáneas. En ese sentido, piezas como Cartografía para una nube, Ser o Estar y Tiempo de captura, o ese ready made final de la muestra, expuesto en un simple reloj de plástico que marca hora y día, parecen evidenciar las preocupaciones más recientes de Javier Calvo, que sin perder ciertas matrices en torno a las contradicciones mismas de la representación anclada en las artes visuales que se pudieran considerar como “tradicionales” –pintura, dibujo, grabado, acuarela– y en estrecha relación a contextos históricos y culturales, se desplazan en estas últimas propuestas hacia el uso y reflexión sobre tecnologías y aplicaciones como el video, la fotografía digital, el celular o ipod, el google maps o el gps, donde, no obstante, otra vez los vínculos entre cuerpo, gestualidad y espacio, tiempo, representación y recepción, parecen marcar el centro de las interrogantes.
Finalmente, me gustaría hacer una breve reflexión sobre una de las propuestas que pudieran considerarse más simples, aunque a la vez potentes de la muestra: Juego de poder. Aquí, dos paredes contrapuestas permiten al espectador utilizar un lápiz en cada una de ellas para escribir, pero a la vez están interconectados por un simple mecanismo accionado por un hilo, que puede hacer que dos espectadores intenten escribir al mismo tiempo ejerciendo presión sobre ese hilo, en una impredecible relación de fuerza-poder.
Así, esta sencilla pero efectiva pieza, parece funcionar como alusión simbólica a esos rejuegos de poder que inevitablemente rodean al sistema del arte y el de las representaciones mismas: desde la conflictiva interrelación artista-institución (del museo y la obra, a la curaduría y la crítica), hasta las que se ejercen entre artista-institución-espectador en los difusos ámbitos de la interpretación-recepción-mediación de las obras y las exposiciones.
Por eso, no es casual que en esta propuesta se le otorgue una cierta autonomía de expresión al espectador para que desate su “creatividad”, aunque en este caso condicionada por la potencial dificultad que implica inscribir alguna marca en esa pared, ante el posible forcejeo con otro espectador del otro lado de la pared, la dimensión de la pared, o la altura en que está colocado el lápiz en dependencia de quien lo accione de manera invisible del otro lado.
En cualquier caso, dos llamativas frases escritas en esas paredes por algunos de esos “espectadores activos” que asistieron a la muestra, me hicieron pensar en algunas de las paradojas que encierran las prácticas artísticas y los museos mismos –sobre todo si se dedican al llamado “arte contemporáneo”– y que de una forma quizás inconsciente, aunque incisiva y precisa, se conectan con algunos de los referentes que nosotros los “especialistas” (artistas, curadores, críticos, académicos, etc.) mencionamos frecuentemente, con una mezcla -a veces insoportable- de prepotencia y pedantería:
“El arte es como un baño público”
(Duchamp)
“Si lo que vas a decir no es más hermoso que el silencio. Calla”
(Wittgenstein)
Esos “espectadores activos” al parecer han comprendido, de manera simple y diáfana, lo que a otros nos ha costado años de malas-lecturas y mal-formación.