Memorias en Diálogo:
el video arte en espacios desfasados

MEYKÉN BARRETO y MARIALINA GARCÍA
Lics. Historia del Arte


JeffreyShaw (fragmento)

 

Los momentos iniciales de la historia del video arte tienen lugar a mediados de los años sesenta y durante el primer lustro del decenio siguiente; esta etapa inicial estuvo esencialmente signada por una estrecha relación de acercamientos y contraposiciones entre el nuevo medio tecnológico y la televisión. Entre las actitudes de confrontación, cuestionamiento y antagonismo “arte vs. televisión” sobresale el desempeño del Grupo Fluxus y, dentro el mismo, dos figuras definitivamente claves para la historia de esta emergente manifestación: el coreano Nam June Paik y el alemán Wolf Vostell, quienes convirtieron al engranaje televisivo en un medio útil y eficaz para comenzar a explorar la estética de una nueva práctica artística dentro del contexto de la cultura mediática contemporánea. 

Nam June Paik –considerado “el padre del video arte”– ocupó un lugar protagónico en el empeño de distanciar a la televisión de su natural contexto y función mercantil en tanto medio privatizado de entretenimiento, al  procurar transformarla en un vehículo para la creación de originales imágenes artísticas cargadas de sentido crítico. Las iniciativas desarrolladas por Vostell, con una fuerte dosis de denuncia política y social, también se situarían en una relación de contraposición con el medio televisivo.  

Con la introducción de la cámara de video portátil, a la altura de 1965, el registrador electrónico de imágenes en movimiento comienza a “democratizarse” y queda relativamente al alcance de no pocos artistas;  la inmensa mayoría de los que echaron mano al nuevo medio siguieron la ruta trazada por los fundadores en cuanto al componente crítico de sus propuestas, mayormente enfocadas a la denuncia del carácter manipulador de los mass media, el tratamiento sensacionalista de los eventos y el registro y presentación distorsionada y parcializada de los hechos. Una de las obras antológicas de la etapa es TV Delivers People (1973) de Richard Serra, en la cual las estadísticas y los juicios críticos acerca del impacto televisivo sobre el modelo de vida norteamericano y acerca de la televisión como instrumento de venta, invadían la pantalla remedando los créditos al final de un programa. De modo que  la cinta representaba, en sí misma, un ejemplo de la seducción del anuncio, al valerse de una sugerente estructura que “vende”  la crítica de Serra, una crítica que irónicamente subvierte la ideología de la televisión de consumo y focaliza la significación política de la transmisión televisiva como monopolio de la información. Ulf Gerzogenrath, un conocido crítico alemán, comenta estas primeras incursiones cuando afirma que “(...) el video-arte comienza con la destrucción completa o simbólica del poderoso aparato de televisión”. [1]  

Paralelamente, sin embargo, no fueron pocos los artistas estadounidenses que tuvieron la oportunidad de aplicar sus conocimientos técnicos en los estudios de televisión profesionales desde finales de los sesenta. Hasta esa fecha y durante el primer decenio de existencia del medio video, los realizadores de la televisión habían hecho un uso relativamente convencional de la electrónica. La revolución de los medios parecía próxima a comenzar: los avances tecnológicos se presentaban como una pujante posibilidad de renovar los esclerosados esquemas que hacían funcionar a la televisión. Dentro de los proyectos más audaces que se desarrollan en estos predios vale destacar el programa producido hacia 1969 por la  WGBH- Television de Boston y el Public Broadcasting Laboratory, en el cual por vez primera se puso en manos de artistas la creación íntegra de un programa televisivo. En esta ocasión se les dio la posibilidad a Aldo Tambellini, Thomas Tadlock, Allan Kaprow, James Seawright, Otto Piene y Nam June Paik de explorar el potencial creativo de la televisión y explotarlo como una nueva forma artística. Un año antes, en Alemania, el joven realizador de cine independiente Gerry Schum ya se había atrevido a proponer una alternativa a las reivindicaciones generales de la televisión profesional al desarrollar el concepto de la “Galería de la Televisión”, con el que pretendía crear un foro de debate que abordara el tema del arte al servicio de la sociedad. 

Desde ese momento temprano, y durante los subsiguientes años setenta y ochenta, las más diversas iniciativas y proyectos artísticos comienzan a integrar la imagen de video a propuestas perfománticas, instalativas, objetuales y proyectivas, expandiendo aceleradamente las posibilidades expresivas de la práctica videoartística y su consecuente inserción en los espacios galerísticos y museográficos. El sistema de circuito cerrado y el incesante proceso de perfeccionamiento tecnológico del medio –como lo ilustra, por ejemplo, la invención y masiva distribución del sistema VHS– se revirtió en favor de la creatividad de muchos artistas del audiovisual y de la plástica, cada vez más entusiasmados por la posesión de excepcionales recursos para la captación, elaboración y procesamiento de imágenes y para la construcción de discursos apoyados en la instrumentación de una nueva estética, dictada por las nuevas alternativas de producción y de postproducción que este medio les facilitaba y por las gananciosas mixturas que constantemente se verifican entre el lenguaje de la plástica (esculturas, instalaciones, enviroments, performances), el del audiovisual (cine, video, video clip) y el de las artes escénicas y danzarias.  

Estas prácticas interdisciplinarias pueden ilustrarse a través de las obras video  perfománticas de la artista Joan Jonas. En Mirage (1976), Jonas deconstruye la lógica convencional del proceso de percepción del filme al situar la acción en el espacio de una sala cinematográfica. El performance mantiene la tradicional frontalidad cinemática del espectador mientras que el efecto de extrañamiento se deriva de la integración de acciones, videos y objetos situados en el espacio inmediato al frente de la pantalla fílmica. El contenido del filme se convierte en un sujeto más del performance, y toda la acción y la imagen video se relacionan con este. Posteriormente Mirage devino una instalación que re- presentaba las imágenes claves del performance contenidas en los filmes y videos sin editar. 

Desde finales de  los años ochenta, y especialmente durante el último decenio del siglo XX, el desarrollo tecnológico crece a una velocidad impresionante, sobre todo con la incorporación de los sistemas digitales, los que también multiplican extraordinariamente las posibilidades expresivas del video arte. Así, con la llegada y el constante perfeccionamiento de programas expresamente concebidos para la creación y el tratamiento de la imagen, y con la aparición de nuevos formatos y soportes –como el CD ROM y el Arte en la Red– proliferan cada vez más las obras en las que interactúan los registros analógicos y digitales.  

El artista norteamericano Jefrey Shaw desde comienzos de los años 90 se ha especializado gradualmente en la creación de espacios virtuales. En su obra The Legible City (1989-1991) este discursa acerca de las relaciones que se establecen entre el lenguaje, la imagen y los procesos de comprensión y percepción, mediante la proyección en video de una ciudad virtual “construida” por signos lingüísticos que, desde una bicicleta (realidad construida y controlada por el ordenador), es recorrida por el espectador. 

Ahora bien, la inclusión de la señal electrónica en los procesos creativos implicó una transformación sustancial de la imagen audiovisual y la emergencia de nuevos géneros artísticos como el video arte. Esta expresión artística se sustenta en una estética de experimentación, no solo en términos formales sino también en términos narrativos y de producción de sentido, donde los enunciados discursivos apelan enfáticamente a los recursos técnicos y expresivos propios del medio. Es en esta relación dialógica en la que radica la más determinante de sus configuraciones. Su lenguaje se articula a partir de la síntesis de códigos expresivos procedentes de otros ámbitos del audiovisual y de la plástica, fundamentalmente, y se erige sobre los nuevos presupuestos de una narratividad no convencional apoyada en parámetros espacio-temporales completamente inéditos.  

Esta manifestación, que ya existía como corpus y práctica artística desde el decenio de los años sesenta, arriba con notable retraso al escenario cultural cubano y se inserta en su campo audiovisual y plástico a finales de los ochenta, siempre desde su condición de experiencia artística alternativa, pero formando parte de un proceso histórico artístico general en el que establece sus coordenadas y sus enclaves. 

A diferencia del fenómeno que tiene lugar a nivel internacional en lo referido a la estrecha interconexión del nacimiento del video arte con el medio televisivo, puede afirmarse que en Cuba la televisión apenas tuvo incidencia en el despegue de esta emergente manifestación artística. Las graves carencias tecnológicas que le impidieron a la televisión cubana evolucionar al ritmo de su homóloga internacional en el transcurso de los años sesenta y setenta, deben haber sido decisivas para explicar tal distanciamiento; de tal manera los antecedentes mediatos e inmediatos de la video creación en Cuba se hallarán fundamentalmente asociados a las tendencias vinculadas a la vertiente experimental de nuestra producción cinematográfica.  

El prestigio del movimiento audiovisual cubano y el de su cinematografía en particular (sobre todo la que protagonizaron las grandes figuras del documental y la ficción de los años sesenta), es un hecho internacionalmente reconocido; como también es sabido que nuestras artes plásticas vivieron casi dos décadas continuas de excepcional esplendor durante el final del siglo XX (década del 80 y el 90). Pero quizás por la naturaleza esencialmente tecnológica de los requerimientos básicos para el desarrollo de esta joven manifestación artística, los creadores cubanos se vieron privados de intervenir en lo que sería la  etapa fundacional del video arte internacional. 

En esta etapa en la que situamos los antecedentes primeros de la video creación destacan figuras emblemáticas que compartieron esta vertiente experimental, fundamentalmente aquella inscrita en el género documental. Entre ellas sobresale muy especialmente Santiago Álvarez, fundador y animador del Noticiero ICAIC Latinoamericano (junio de 1960), quien desplegó desde sus primeros trabajos un estilo dinámico e innovador. En tanto provocadora y transgresora propuesta ideoestética también es significativa la obra de Nicolás Guillén Landrián, cuyo estilo asume, como premisas esenciales, un delirante tratamiento formal que se apoya en la mixtura de géneros y la confrontación de discursos visuales diversos a través de un eficaz montaje; así como un tratamiento de gran hondura conceptual en el abordaje de los más disímiles tópicos. Por otra parte, cineastas como Enrique Pineda Barnet condujeron sus inquietudes estéticas y temáticas hacia la integración con otras manifestaciones artísticas tales como la plástica y el teatro, en propuestas encaminadas hacia la indagación y la documentación  del convulso entorno de los sesenta.

Una parte importante de la filmografía de ficción de la época, influenciada por esta escuela documental, también hizo de la irreverencia y el experimento las claves de su propia evolución. De modo que los aciertos en la búsqueda experimental que por los años sesenta y principios de los setenta dinamizaban la documentalística cubana, compartieron el espacio renovador con otras propuestas surgidas dentro del largometraje. En particular, la poética de Tomás Gutiérrez Alea aportó numerosas y trascendentales ganancias en el orden artístico y estético dentro del género de la ficción.  

Aunque no se  localizan precedentes notables del video arte en esos años en el campo de nuestras artes plásticas –ni siquiera se reconoce el empleo de puntuales elementos electrónicos en las obras de arte cinético, cuyo desarrollo fue realmente limitado a contadas figuras como Sandú Darié y Osneldo García– sí vale mencionar la obra Cosmorama (1963), verdadero poema audiovisual realizado por Enrique Pineda Barnet en colaboración con el artista Sandú Darié, como la única registrada dentro de esta línea de experimentación, que pudiera aportar (a largo plazo) al género del video arte en términos de lenguaje visual. 

Nuestras primeras incursiones en el universo de la video creación tuvieron lugar, entonces, hacia las postrimerías de la década de los ochenta y principios de los noventa, también vinculadas, de manera muy directa, a las búsquedas experimentales que impulsaban a un reducido grupo de jóvenes talentos del movimiento audiovisual. Serán precisamente algunos de estos creadores, quienes ya habían alcanzado una sólida experiencia como realizadores cinematográficos, los que se proyectan hacia el ámbito de la experimentación audiovisual, advirtiéndose en algunos de los trabajos realizados en este período la apropiación de ciertos códigos procedentes del lenguaje del video arte. En este sentido se destacan especialmente las figuras de Manuel Marcell, Arturo Soto y Enrique Álvarez. 

Sería este último uno de los primeros en aproximarse al empleo de los nuevos códigos expresivos propios del lenguaje videoartístico y a su haber debemos lo que hoy pudiéramos considerar las obras fundacionales del video arte cubano. En 1991, junto al artista plástico Edel Bordón, este creador realiza el material en video Polimita versicolor o boceto para un estudio del natural producido por la Televisión Educacional con la colaboración de un grupo de estudiantes de San Alejandro. Esta obra significó el arribo definitivo del video arte al escenario audiovisual cubano. La categórica ruptura con la lógica narrativa del relato tradicional y la asunción del cuerpo como motivo neurálgico de la propuesta (introduciendo nociones de performatividad), así como el pertinente aprovechamiento de la plasticidad que brinda la imagen video, son los elementos fundamentales en avalar tal aseveración.  

Gradualmente se fueron acercando a estas prácticas otros creadores procedentes del ámbito de las artes plásticas como Raúl Cordero quien, con una importante trayectoria en video iniciada hacia el año 1994, se ha convertido en uno de los más destacados artistas de su generación. Considerado pionero dentro del quehacer videoartístico en nuestro país, Cordero asume el medio desde una perspectiva analítica y sus obras denotan una importante madurez artística que se evidencia en el efectivo diálogo que establece con los recursos expresivos específicos del medio, de modo que “(…) sus videos no han sido ‘ideas’ llevadas a un soporte tecnológico, sino tecnologías utilizadas como materia prima para el estudio de la naturaleza del propio medio”. [2]    

Pero para entender el modo en que tuvo lugar la irrupción en el dinámico escenario artístico de esta Isla de una manifestación tan marcada por los imperativos tecnológicos y tan necesitada del apoyo institucional para extenderse como práctica artística, es necesario detenernos en dicho fenómeno desde la perspectiva específica de su cobertura y promoción institucional (en particular, de determinados circuitos promocionales), y  reconocer los principales hitos que han respaldado su surgimiento y desarrollo, en una coyuntura  de muy adversas circunstancias económicas. 

Transcurría entonces el decenio de los noventa –el más difícil en términos económicos para la historia de la nación cubana– y lo que primaba entre artistas, críticos, estudiosos y funcionarios del patio era la carencia o el muy limitado acceso a ese nuevo recurso tecnológico (la cámara de video portátil) y, sobre todo, la desinformación y una buena dosis de confusión en cuanto a la naturaleza intrínseca y verdadera de aquello que podía ser denominado “video arte”.  

De ahí el valor que le reconocemos a aquel evento celebrado en el Museo Nacional de Bellas Artes en el año 1993 bajo el rótulo de Arte Video cuya muestra contempló todo tipo de materiales en soporte video, menos video arte, pero que  sirvió para convocar y reunir a jóvenes videastas, artistas plásticos, estetas, críticos, estudiosos y estudiantes de arte, quienes por primera vez se aproximaron al debate en torno a la naturaleza de esta manifestación y sus expresiones en Cuba. 

Y de ahí también el enorme mérito del empeño promocional que a partir del año 1995 desarrolló la Fundación Ludwig de Cuba, trazándose un verdadero programa estratégico que abarcó, por un lado, la divulgación y sistemática exhibición en nuestro país de una parte significativa de la producción videoartística internacional y, por otro,  el conocimiento, la reflexión y el estímulo a la producción videoartística nacional a través de su presentación en muestras organizadas en Cuba y en el extranjero. Una estrategia promocional que contempló también un espacio imprescindible para la enseñanza teórica y práctica del video arte, lo constituyó la convocatoria de dos importantes talleres de creación: Primer Taller de Video-Creación (1997), Taller Cuba/Canadá Intervideo (1998), en los cuales participaron artistas como René Peña, Pavel Giroud y Raúl Cordero quienes, entre otros, se inscribían en las primeras hornadas de creadores que con diferentes inquietudes se acercaban a la manifestación. 

Sin duda, los dos eventos más relevantes realizados bajo el auspicio de la Fundación Ludwig de Cuba (con la colaboración de prestigiosas instituciones extranjeras y cubanas) fueron: el Primer Festival Internacional de Video Arte –celebrado en paralelo a la VII Bienal de La Habana, en noviembre del año 2000– y, justo un año después (en noviembre del 2001), el Primer Festival Nacional de Video Arte celebrado de manera colateral al Tercer Salón Nacional de Arte Cubano Contemporáneo. Particularmente destacable fue el acierto general del trabajo curatorial que precedió a la selección de las muestras presentadas durante este Festival Nacional, las cuales le ofrecieron una excepcional oportunidad al público cubano de acceder a muchos de los materiales que merecen ser identificados como los principales antecedentes –mediatos e inmediatos– del video arte nacional,  y en cuyos marcos se evidenció, asimismo, la conveniente distinción entre diversos géneros del medio video, tales como: los materiales experimentales, documentales sobre arte, video clips y, por supuesto, el propio video arte.  

Aunque el referido Primer Festival Nacional de Video Arte no estuvo exento de cierto inclusivismo indiscriminado en lo que respecta a la incorporación de materiales que no se ajustan completamente al concepto de video arte, en este evento primaron los aciertos selectivos y el buen tino de promover lo mejor de la producción videoartística nacional (incluida la más reciente)  realizada por creadores cubanos fuera y dentro de la Isla. En esta nueva “generación” se iniciaban artistas como Lisandra López, Abigail González,  Carlos José García, Abel Milanés, Janler Méndez, Glenda León, Ana Ibis Domínguez, Sergio León,  Magdiel Aspillaga, Italo Expósito, entre otros. 

 Como hemos visto, la estrategia de la Fundación Ludwig de Cuba también estuvo encaminada a aglutinar los esfuerzos puntuales de otras entidades nacionales (sobre todo vinculadas con el ámbito audiovisual) igualmente interesadas en potenciar el desarrollo de la producción videoartística como es el caso de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños (EICTV) y del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficas (ICAIC).  

Tras un difícil despegue que tuvo lugar hacia finales de los años ochenta, esta manifestación verifica un impulso acelerado en el transcurso del decenio de los noventa, y alcanza en los inicios del actual milenio una etapa de verdadero auge y expansión. El evento Copyright, organizado por el Centro Cultural de España en el 2002, ya exhibe un vasto volumen de la video creación cubana y refleja, sobre todo, la proliferación de la vertiente video instalativa, cuyas obras manifiestan un loable nivel de sintonía con lo mejor de la producción plástica nacional, e incluso un incipiente protagonismo en el ámbito de nuestros circuitos galerísticos tal y como lo demuestran los más recientes  salones y muestras. 

Partimos de la idea general de que el video arte, una vez que se verifica su inserción en el ámbito de la producción audiovisual y de la plástica en Cuba, tras los primeros tanteos e indefiniciones –y aún en condiciones signadas por carencias tecnológicas, de información y de soporte teórico práctico en los predios de la enseñanza artística– encuentra fértil terreno en la rica tradición cultural cubana y aprovecha al máximo las bondades de una cobertura institucional de singular visión estratégica (básicamente a través de la Fundación Ludwig de Cuba) para arribar, en apenas quince años de desarrollo, a una etapa de consolidación y auge en los circuitos más exigentes del arte nacional contemporáneo.


[1] Breve introducción sobre la historia del arte multimedia. Conferencia impartida por el especialista alemán Peter Zorn, Fundación Ludwig de Cuba, 2001. 

[2] Cristina Vives: “Timing, Lacking, Mixture. Raúl Cordero en los espacios incompletos”, en Raúl Cordero 1996- 2002, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 2002, p. 8.


Enrique Alvarez-Polimitas versicolor o boceto en video para un estudio del natural -1991   FIGURA 14
     
Italo Expósito - Intimidad en A (a,b)-2001   Magdiel Aspillaga - Centro - 2000
     
Jeffrey Shaw-The legible city-1989-1991   Raúl Cordero-Reportaje-1999