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Memorias en Diálogo: el video arte en espacios desfasados MEYKÉN BARRETO |
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JeffreyShaw (fragmento) |
Nam June Paik –considerado “el padre
del video arte”– ocupó un lugar protagónico en el empeño de distanciar
a la televisión de su natural contexto y función mercantil en
tanto medio privatizado de entretenimiento, al
procurar transformarla en un vehículo para la creación
de originales imágenes artísticas cargadas de sentido crítico.
Las iniciativas desarrolladas por Vostell, con una fuerte dosis
de denuncia política y social, también se situarían en una relación
de contraposición con el medio televisivo. Con la introducción de la cámara de video portátil,
a la altura de 1965, el registrador electrónico de imágenes en
movimiento comienza a “democratizarse” y queda relativamente al
alcance de no pocos artistas;
la inmensa mayoría de los que echaron mano al nuevo medio
siguieron la ruta trazada por los fundadores en cuanto al componente
crítico de sus propuestas, mayormente enfocadas a la denuncia
del carácter manipulador de los mass media, el tratamiento
sensacionalista de los eventos y el registro y presentación distorsionada
y parcializada de los hechos. Una de las obras antológicas de
la etapa es TV Delivers
People (1973) de Richard Serra, en la cual las estadísticas
y los juicios críticos acerca del impacto televisivo sobre el
modelo de vida norteamericano y acerca de la televisión como instrumento
de venta, invadían la pantalla remedando los créditos al final
de un programa. De modo que la
cinta representaba, en sí misma, un ejemplo de la seducción del
anuncio, al valerse de una sugerente estructura que “vende” la crítica de Serra, una crítica que irónicamente
subvierte la ideología de la televisión de consumo y focaliza
la significación política de la transmisión televisiva como monopolio
de la información. Ulf Gerzogenrath, un conocido crítico alemán,
comenta estas primeras incursiones cuando afirma que “(...) el
video-arte comienza con la destrucción completa o simbólica del
poderoso aparato de televisión”.
[1]
Paralelamente, sin
embargo, no fueron pocos los artistas estadounidenses que tuvieron
la oportunidad de aplicar sus conocimientos técnicos en los estudios
de televisión profesionales desde finales de los sesenta. Hasta
esa fecha y durante el primer decenio de existencia del medio
video, los realizadores de la televisión habían hecho un uso relativamente
convencional de la electrónica. La revolución de los medios parecía
próxima a comenzar: los avances tecnológicos se presentaban como
una pujante posibilidad de renovar los esclerosados esquemas que
hacían funcionar a la televisión. Dentro de los proyectos más
audaces que se desarrollan en estos predios vale destacar el programa
producido hacia 1969 por la WGBH- Television de Boston y el Public Broadcasting
Laboratory, en el cual por vez primera se puso en manos de artistas
la creación íntegra de un programa televisivo. En esta ocasión
se les dio la posibilidad a Aldo Tambellini, Thomas Tadlock, Allan
Kaprow, James Seawright, Otto Piene y Nam June Paik de explorar
el potencial creativo de la televisión y explotarlo como una nueva
forma artística. Un año antes, en Alemania, el joven realizador
de cine independiente Gerry Schum ya se había atrevido a proponer
una alternativa a las reivindicaciones generales de la televisión
profesional al desarrollar el concepto de la “Galería de la Televisión”,
con el que pretendía crear un foro de debate que abordara el tema
del arte al servicio de la sociedad. Desde ese momento temprano, y durante los subsiguientes
años setenta y ochenta, las más diversas iniciativas y proyectos
artísticos comienzan a integrar la imagen de video a propuestas
perfománticas, instalativas, objetuales y proyectivas, expandiendo
aceleradamente las posibilidades expresivas de la práctica videoartística
y su consecuente inserción en los espacios galerísticos y museográficos.
El sistema de circuito cerrado y el incesante proceso de perfeccionamiento
tecnológico del medio –como lo ilustra, por ejemplo, la invención
y masiva distribución del sistema VHS– se revirtió en favor de
la creatividad de muchos artistas del audiovisual y de la plástica,
cada vez más entusiasmados por la posesión de excepcionales recursos
para la captación, elaboración y procesamiento de imágenes y para
la construcción de discursos apoyados en la instrumentación de
una nueva estética, dictada por las nuevas alternativas de producción
y de postproducción que este medio les facilitaba y por las gananciosas
mixturas que constantemente se verifican entre el lenguaje de
la plástica (esculturas, instalaciones, enviroments, performances),
el del audiovisual (cine, video, video clip) y el de las artes
escénicas y danzarias. Estas prácticas interdisciplinarias
pueden ilustrarse a través de las obras video perfománticas de la artista Joan Jonas. En Mirage (1976), Jonas deconstruye la lógica
convencional del proceso de percepción del filme al situar la
acción en el espacio de una sala cinematográfica. El performance
mantiene la tradicional frontalidad cinemática del espectador
mientras que el efecto de extrañamiento se deriva de la integración
de acciones, videos y objetos situados en el espacio inmediato
al frente de la pantalla fílmica. El contenido del filme se convierte
en un sujeto más del performance, y toda la acción y la imagen video se relacionan con
este. Posteriormente Mirage
devino una instalación que re- presentaba las imágenes claves
del performance contenidas en los filmes y videos sin editar. Desde finales de los años ochenta, y especialmente durante el
último decenio del siglo XX, el desarrollo tecnológico crece a
una velocidad impresionante, sobre todo con la incorporación de
los sistemas digitales, los que también multiplican extraordinariamente
las posibilidades expresivas del video arte. Así, con la llegada
y el constante perfeccionamiento de programas expresamente concebidos
para la creación y el tratamiento de la imagen, y con la aparición
de nuevos formatos y soportes –como el CD ROM y el Arte en la
Red– proliferan cada vez más las obras en las que interactúan
los registros analógicos y digitales. El artista norteamericano
Jefrey Shaw desde comienzos de los años 90 se ha especializado
gradualmente en la creación de espacios virtuales. En su obra
The Legible City (1989-1991)
este discursa acerca de las relaciones que se establecen entre
el lenguaje, la imagen y los procesos de comprensión y percepción,
mediante la proyección en video de una ciudad virtual “construida”
por signos lingüísticos que, desde una bicicleta (realidad construida
y controlada por el ordenador), es recorrida por el espectador. Ahora bien, la inclusión de la señal electrónica
en los procesos creativos implicó una transformación sustancial
de la imagen audiovisual y la emergencia de nuevos géneros artísticos
como el video arte. Esta expresión artística se sustenta
en una estética de experimentación, no solo en términos formales
sino también en términos narrativos y de producción de sentido,
donde los enunciados discursivos apelan enfáticamente a los recursos
técnicos y expresivos propios del medio. Es en esta relación dialógica
en la que radica la más determinante de sus configuraciones. Su
lenguaje se articula a partir de la síntesis de códigos expresivos
procedentes de otros ámbitos del audiovisual y de la plástica,
fundamentalmente, y se erige sobre los nuevos presupuestos de
una narratividad no convencional apoyada en parámetros espacio-temporales
completamente inéditos. Esta manifestación,
que ya existía como corpus y práctica artística desde el decenio
de los años sesenta, arriba con notable retraso al escenario cultural
cubano y se inserta en su campo audiovisual y plástico a finales
de los ochenta, siempre desde su condición de experiencia artística
alternativa, pero formando parte de un proceso histórico artístico
general en el que establece sus coordenadas y sus enclaves. A diferencia del fenómeno que tiene lugar a
nivel internacional en lo referido a la estrecha interconexión
del nacimiento del video arte con el medio televisivo, puede afirmarse
que en Cuba la televisión apenas tuvo incidencia en el despegue
de esta emergente manifestación artística. Las graves carencias
tecnológicas que le impidieron a la televisión cubana evolucionar
al ritmo de su homóloga internacional en el transcurso de los
años sesenta y setenta, deben haber sido decisivas para explicar
tal distanciamiento; de tal manera los antecedentes mediatos e
inmediatos de la video creación en Cuba se hallarán fundamentalmente
asociados a las tendencias vinculadas a la vertiente experimental
de nuestra producción cinematográfica. El prestigio del movimiento audiovisual cubano
y el de su cinematografía en particular (sobre todo la que protagonizaron
las grandes figuras del documental y la ficción de los años sesenta),
es un hecho internacionalmente reconocido; como también es sabido
que nuestras artes plásticas vivieron casi dos décadas continuas
de excepcional esplendor durante el final del siglo XX (década
del 80 y el 90). Pero quizás por la naturaleza esencialmente tecnológica
de los requerimientos básicos para el desarrollo de esta joven
manifestación artística, los creadores cubanos se vieron privados
de intervenir en lo que sería la etapa fundacional del video arte internacional. En esta etapa en la que situamos los antecedentes
primeros de la video creación destacan figuras emblemáticas que
compartieron esta vertiente experimental, fundamentalmente aquella
inscrita en el género documental. Entre ellas sobresale muy especialmente
Santiago Álvarez, fundador y animador del
Noticiero ICAIC Latinoamericano (junio de 1960), quien desplegó
desde sus primeros trabajos un estilo dinámico e innovador. En
tanto provocadora y transgresora propuesta ideoestética también
es significativa la obra de Nicolás Guillén Landrián, cuyo estilo
asume, como premisas esenciales, un delirante tratamiento formal
que se apoya en la mixtura de géneros y la confrontación de discursos
visuales diversos a través de un eficaz montaje; así como un tratamiento
de gran hondura conceptual en el abordaje de los más disímiles
tópicos. Por otra parte, cineastas como Enrique Pineda Barnet
condujeron sus inquietudes estéticas y temáticas hacia la integración
con otras manifestaciones artísticas tales como la plástica y
el teatro, en propuestas encaminadas hacia la indagación y la
documentación del convulso
entorno de los sesenta. Una parte importante de la filmografía de ficción
de la época, influenciada por esta escuela documental, también
hizo de la irreverencia y el experimento las claves de su propia
evolución. De modo que los aciertos en la búsqueda experimental
que por los años sesenta y principios de los setenta dinamizaban
la documentalística cubana, compartieron el espacio renovador
con otras propuestas surgidas dentro del largometraje. En particular,
la poética de Tomás Gutiérrez Alea aportó numerosas y trascendentales
ganancias en el orden artístico y estético dentro del género de
la ficción. Aunque no se localizan precedentes notables del video arte
en esos años en el campo de nuestras artes plásticas –ni siquiera
se reconoce el empleo de puntuales elementos electrónicos en las
obras de arte cinético, cuyo desarrollo fue realmente limitado
a contadas figuras como Sandú Darié y Osneldo García– sí vale
mencionar la obra Cosmorama
(1963), verdadero poema audiovisual realizado por Enrique Pineda
Barnet en colaboración con el artista Sandú Darié, como la única
registrada dentro de esta línea de experimentación, que pudiera
aportar (a largo plazo) al género del video arte en términos de
lenguaje visual. Nuestras primeras incursiones en el universo
de la video creación tuvieron lugar, entonces, hacia las postrimerías
de la década de los ochenta y principios de los noventa, también
vinculadas, de manera muy directa, a las búsquedas experimentales
que impulsaban a un reducido grupo de jóvenes talentos del movimiento
audiovisual. Serán precisamente algunos de estos creadores, quienes
ya habían alcanzado una sólida experiencia como realizadores cinematográficos,
los que se proyectan hacia el ámbito de la experimentación
audiovisual, advirtiéndose en algunos de los trabajos realizados en este
período la apropiación de ciertos códigos procedentes del lenguaje
del video arte. En este sentido se destacan especialmente las
figuras de Manuel Marcell, Arturo Soto y Enrique Álvarez. Sería este último
uno de los primeros en aproximarse al empleo de los nuevos códigos
expresivos propios del lenguaje videoartístico y a su haber debemos
lo que hoy pudiéramos considerar las obras fundacionales del video
arte cubano. En 1991, junto al artista plástico Edel Bordón, este
creador realiza el material en video Polimita versicolor o boceto para un estudio
del natural producido por la Televisión Educacional con la
colaboración de un grupo de estudiantes de San Alejandro. Esta
obra significó el arribo definitivo del video arte al escenario
audiovisual cubano. La categórica ruptura con la lógica narrativa
del relato tradicional y la asunción del cuerpo como motivo neurálgico
de la propuesta (introduciendo nociones de performatividad), así
como el pertinente aprovechamiento de la plasticidad que brinda
la imagen video, son los elementos fundamentales en avalar tal
aseveración. Gradualmente se fueron
acercando a estas prácticas otros creadores procedentes del ámbito
de las artes plásticas como Raúl Cordero quien, con
una importante trayectoria en video iniciada hacia el año 1994,
se ha convertido en uno de los más destacados artistas de su generación.
Considerado pionero dentro del quehacer videoartístico en nuestro
país, Cordero asume el medio desde una perspectiva analítica
y sus obras denotan una importante madurez artística que se evidencia
en el efectivo diálogo que establece con los recursos expresivos
específicos del medio, de modo que “(…) sus videos no han sido
‘ideas’ llevadas a un soporte tecnológico, sino tecnologías utilizadas
como materia prima para el estudio de la naturaleza del propio
medio”.
[2]
Pero para entender
el modo en que tuvo lugar la irrupción en el dinámico escenario
artístico de esta Isla de una manifestación tan marcada por los
imperativos tecnológicos y tan necesitada del apoyo institucional
para extenderse como práctica artística, es necesario detenernos
en dicho fenómeno desde la perspectiva específica de su cobertura
y promoción institucional (en particular, de determinados circuitos
promocionales), y reconocer
los principales hitos que han respaldado su surgimiento y desarrollo,
en una coyuntura de muy
adversas circunstancias económicas. Transcurría entonces
el decenio de los noventa –el más difícil en términos económicos
para la historia de la nación cubana– y lo que primaba entre artistas,
críticos, estudiosos y funcionarios del patio era la carencia
o el muy limitado acceso a ese nuevo recurso tecnológico (la cámara
de video portátil) y, sobre todo, la desinformación y una buena
dosis de confusión en cuanto a la naturaleza intrínseca y verdadera
de aquello que podía ser denominado “video arte”. De ahí el valor que
le reconocemos a aquel evento celebrado en el Museo Nacional de
Bellas Artes en el año 1993 bajo el rótulo de Arte
Video cuya muestra contempló todo tipo de materiales en soporte
video, menos video arte, pero que
sirvió para convocar y reunir a jóvenes
videastas, artistas plásticos, estetas, críticos, estudiosos y
estudiantes de arte, quienes por primera vez se aproximaron al
debate en torno a la naturaleza de esta manifestación y sus expresiones
en Cuba. Y de ahí también el
enorme mérito del empeño promocional que a partir del año 1995
desarrolló la Fundación Ludwig de Cuba, trazándose un
verdadero programa estratégico que abarcó, por un lado, la divulgación
y sistemática exhibición en nuestro país de una parte significativa
de la producción videoartística internacional y, por otro, el conocimiento, la reflexión y el estímulo
a la producción videoartística nacional a través de su presentación
en muestras organizadas en Cuba y en el extranjero. Una estrategia
promocional que contempló también un espacio imprescindible para
la enseñanza teórica y práctica del video arte, lo constituyó
la convocatoria de dos importantes talleres de creación: Primer
Taller de Video-Creación
(1997), Taller Cuba/Canadá Intervideo (1998), en los cuales participaron artistas
como René Peña, Pavel Giroud y Raúl Cordero quienes, entre
otros, se inscribían en las primeras hornadas de creadores que
con diferentes inquietudes se acercaban a la manifestación. Sin duda, los dos
eventos más relevantes realizados bajo el auspicio de la Fundación Ludwig de Cuba
(con la colaboración de prestigiosas instituciones extranjeras
y cubanas) fueron: el Primer
Festival Internacional de Video Arte –celebrado en paralelo
a la VII Bienal de La Habana,
en noviembre del año 2000– y, justo un año después (en noviembre
del 2001), el Primer Festival
Nacional de Video Arte celebrado de manera colateral al Tercer Salón Nacional de Arte Cubano Contemporáneo.
Particularmente destacable fue el acierto general del trabajo
curatorial que precedió a la selección de las muestras presentadas
durante este Festival Nacional,
las cuales le ofrecieron una excepcional oportunidad al público
cubano de acceder a muchos de los materiales que merecen ser identificados
como los principales antecedentes –mediatos e inmediatos– del
video arte nacional, y en cuyos marcos se evidenció, asimismo, la
conveniente distinción entre diversos géneros del medio video,
tales como: los materiales experimentales, documentales sobre
arte, video clips y, por supuesto, el propio video arte. Aunque el referido
Primer Festival Nacional de Video Arte
no estuvo exento de cierto inclusivismo indiscriminado en lo que
respecta a la incorporación de materiales que no se ajustan completamente
al concepto de video arte, en este evento primaron los aciertos
selectivos y el buen tino de promover lo mejor de la producción
videoartística nacional (incluida la más reciente)
realizada por creadores cubanos fuera y dentro de la Isla.
En esta nueva “generación” se iniciaban artistas como Lisandra
López, Abigail González, Carlos
José García, Abel Milanés, Janler Méndez, Glenda León, Ana Ibis
Domínguez, Sergio León, Magdiel
Aspillaga, Italo Expósito, entre otros. Como hemos visto, la estrategia de la Fundación
Ludwig de Cuba también estuvo encaminada a aglutinar los esfuerzos
puntuales de otras entidades nacionales (sobre todo vinculadas
con el ámbito audiovisual) igualmente interesadas en potenciar
el desarrollo de la producción videoartística como es el caso
de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños
(EICTV) y del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficas
(ICAIC). Tras un difícil despegue
que tuvo lugar hacia finales de los años ochenta, esta manifestación
verifica un impulso acelerado en el transcurso del decenio de
los noventa, y alcanza en los inicios del actual milenio una etapa
de verdadero auge y expansión. El evento Copyright, organizado por el Centro Cultural
de España en el 2002, ya exhibe un vasto volumen de la video creación
cubana y refleja, sobre todo, la proliferación de la vertiente
video instalativa, cuyas obras manifiestan un loable nivel de
sintonía con lo mejor de la producción plástica nacional, e incluso
un incipiente protagonismo en el ámbito de nuestros circuitos
galerísticos tal y como lo demuestran los más recientes
salones y muestras. Partimos de la idea general de que el video arte, una vez que se verifica su inserción en el ámbito de la producción audiovisual y de la plástica en Cuba, tras los primeros tanteos e indefiniciones –y aún en condiciones signadas por carencias tecnológicas, de información y de soporte teórico práctico en los predios de la enseñanza artística– encuentra fértil terreno en la rica tradición cultural cubana y aprovecha al máximo las bondades de una cobertura institucional de singular visión estratégica (básicamente a través de la Fundación Ludwig de Cuba) para arribar, en apenas quince años de desarrollo, a una etapa de consolidación y auge en los circuitos más exigentes del arte nacional contemporáneo.
[1]
Breve introducción sobre la historia del arte
multimedia. Conferencia impartida por el especialista alemán
Peter Zorn, Fundación Ludwig de Cuba, 2001. [2] Cristina Vives: “Timing, Lacking, Mixture. Raúl Cordero en los espacios incompletos”, en Raúl Cordero 1996- 2002, Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 2002, p. 8. |
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