En la noche del 22 de julio de 2005, la Sala Ché Guevara de la Casa de las
Américas acogió las propuestas de tres reconocidos artistas cubanos
que en la última década han mantenido una mirada fresca dentro del
quehacer artístico cubano. Moviéndose entre los campos de la video–instalación
e intervención, Raúl Cordero, Felipe Dulzaides y Alexandre Arrechea
protagonizaron por más de una hora el evento que dio cita a
decenas de espectadores y amantes del arte.
Alexandre Arrechea compartió
una década de trabajo como parte del colectivo Los Carpinteros orientado
fundamentalmente hacia la instalación y el dibujo. Desde que comenzó su carrera en solitario, Alexandre
ha estado indagando en la video-instalación, la intervención pública,
y otros medios alternativos. Por su parte, Felipe Dulzaides viene
del video arte y el performance, aunque ha incursionado en la fotografía, al igual que
Raúl Cordero que transita por múltiples medios y explota las posibilidades
que brindan sin que lleguen a convertirse en limitantes a su obra.
En esta ocasión, desde la
entrada del centro, los visitantes se veían precisados a esquivar
o mojar sus pies ante la columna de hielo que los recibía, invitándolos
a refrescar y dejarse llevar. Luego en la tercera planta, la Sala
Ché Guevara, condicionada cual sala multimedia polifuncional proponía
un concepto de espacio abierto, de libre circulación, donde el espectador
era animado a recorrer y participar de las diversas proyecciones que
se sucedían en las distintas áreas. Se establecía así una conexión
muy directa entre las diferentes propuestas partiendo de utilizar
los elementos insertos en el espacio urbano e institucional –sillas,
ventanas, planeros– para discursar sobre la (in)acción, la interacción
con el medio y, posiblemente, sobre el estatismo o la inercia como
estados de ánimo no privados de humor y divertimento.
De
esta forma, pese a la multiplicidad de intereses particulares en juego,
los artistas lograron concertar una unidad semántica en la que todo
se relacionaba. Al no pretender generar un cambio, al menos no directamente,
este happening–instalación se
perfiló hacia el comentario casual, íntimo. Desde el extrañamiento,
los creadores explotaron el gesto sorpresivo y provocador para crear
un estado de tensión en el espectador, donde la supuesta intrascendencia
del referente y la sutileza de los planteos fueron cómplices de la
acción.
Asimismo, se produjo la feliz
confluencia de varias manifestaciones artísticas que dotaron a la
experiencia de un sentido
de totalidad. De esta forma, la imagen y el sonido constituían los
medios de establecer una comunicación más inmediata con el público.
Tanto así que, la música, en este caso parte indisoluble del lenguaje
visual, devino ella misma proceso–creador, al transitar de la mezcla
de sonidos en computadora a un momento de “descarga” en vivo del destacado
pianista cubano Ernán López–Nussa, quien inspirado en las imágenes
nos regalaba la magia de un performance musical semejante a los otrora
magníficos acompañamientos a películas en la época del cine silente.
La Sala Ché Guevara devino,
por ello, sitio de encuentro para generaciones de artistas, críticos,
curadores; y necesaria confrontación de diversos acercamientos y formas
de asumir el arte.